Compartiendo soledades.
o
Solos y juntos
Sobre Solo a Domicilio de Leticia Falkin con Laura Pirotto, Ana Penadés, Emiliano Sagario, Nacho Seimanas. Apertura del proceso apoyado por Programa Artistas en Residencia PAR.
Se repite Viernes 20/6 a las 15.30 y a las 16.30
Estar en familia podría definirse como compartir soledades. Habitar un mismo espacio con el autismo propio de quienes se ven en cada amanecer, atardecer o medio día. Entre rutinas cruzadas y el frenesí doméstico, esta obra-hogar (en proceso) dirigida por Leticia Falkin nos sitúa en más que ante una serie de acciones organizadas sobre una poética de lo cotidiano (sin ninguna pretensión de realismo).
Solo a domicilio no es una obra llevada a una casa, ni el intento de deshabituar los espacios de la misma rarificando a lo Levrero seres y espacios, sino una coreografía de muebles e inmuebles, el tránsito mecánico de un convivir. Atareados por momentos, ociosos por otros. Los seres que habitamos (al menos durante la hora que aproximadamente dura la “función”) somos invitados sin palabras a movernos por el lugar, a elegir un punto de vista o disputarlo por momentos, de modo similar al mejor lugar frente a la televisión entre hermanos de una tarde aburrida.
Las cadenas domésticas de producción suelen ser menos lineales que las industriales y aún así de este aparente caos salen panes, tés, el llenado de una pipa, una rabiosa catarsis sonora en la batería, un festejo de cumpleaños, un karaoke que entre comprometidos y distraídos logramos juntos desafinar, cómplices de un romanticismo no pudoroso y exagerado. Solo a domicilio nos presenta un compilado de habilidades útiles e inútiles que orquestan los sonidos y sabores de una casa sin recrear su dinámica “real”. Lo cotidiano suele ser más surrealista que lo presentado por las comedias de costumbres. A domicilio investiga escénicamente lo que un ambiente no espectacular puede habilitar en los cuerpos y espacios.
Entre mesas, camas, cocinas y artefactos más inoperantes, se mezclan objetos infantiles con objetos adultos subvirtiendo sus usos en una guerra declarada contra el tedio. Un gato es el habitante más silencioso, observador y sagaz de la escena. Su acto de presencia es una medianía entre quienes son “los artistas” y quienes sostenemos allí contra las paredes, banco o sillón, la activa percepción de una obra que nos envuelve sin previa advertencia o autorización.
La obra acontece en loop con dos horarios marcados para el ingreso al domicilio. Cuando llego me encuentro con el final de la ¿primera? acción, que da paso a una charla, que luego dará paso al reinicio de la acción. La adrenalina del espectador ávido de obra es sustituida por el narcótico de la repetición, del hablar antes de ver, de la ruptura de la ilusión de que esto será único e irrepetible. Pero mientras corre té y pan caliente, y escucho las impresiones de quienes acaban-de-ver, pienso que sí lo será, único e irrepetible. Quizás afectado ahora por la escucha de esta primera tanda de visitantes que entre agradecimientos y felicitaciones hacen lugar a la nueva camada (en el intersticio que separa entradas de salidas, los cuerpos se amuchan sacandole jugo a todos los rincones de la casa). La charla es para quienes llegamos al segundo horario, el inicio de la obra. Para nosotros, los habitantes de las 15.30 se volvieron quizás sin percibirlo, actores de la obra.
Unos personajes que luego de dejar caer un comentario o impresión, quizás alguna pregunta, desaparecen por la puerta despidiéndose con la certeza de quien te ve pronto. Alguien dice por ahí: agradecí las palabras, ese tejido conjuntivo de las acciones. El verbo es emitido con la calma de un living conocido y redunda en una dramaturgia que parece morderse la cola pero es en verdad el registro hecho tiempo de una serie indefinida de encuentros y desencuentros. Entre obra y obradores, entre domicilio y visitantes, entre lo vivo y lo muerto del lugar, entre las 15.30 y las 16.30, entre el té que se enfría y el que ya se empezó a calentar, entre las páginas de un libro de Marguerite Duras dejado cuidadosamente sobre una mesita.
No hay mejor soledad que la de estar en casa juntos. Es ahí donde emerge el ser común más rudimentario, el no acordado pero material, el que aunque no encuentre palabras claras para definirse, se entrega entre resignado y confiante a explorar la zona imprevisible e indomesticable de cualquier acción familiar.