Seguimos digiriendo lo indigerible. Las violaciones, la manipulación mediática, las omisiones de la Justicia, la interferencia en los procesos judiciales, la misoginia y la transfobia, las verdades pagas, la crueldad como método, y la rabia y las movilizaciones feministas, que crecen en todo el país. La violación hiere todo a su alrededor, reproduciendo su violencia infinitamente.
Una violación es el recordatorio, casi la amenaza, de que puede tocarle a cualquiera. Es la omnipresencia del miedo: chequear dónde está la puerta cuando entrás a un lugar, anticiparte para no generar la expectativa de un encuentro sexual si no estás cien por ciento segura de que querés que suceda. Una sexualidad defensiva, dicotómica, rígida, que nos enseñaron como normal a quienes aún deseamos encontrarnos sexualmente con hombres. Nuestras formas de goce –sobre todas las que contradicen el imaginario machista de nuestra sexualidad– están bajo ataque. Los caminos para deconstruir las alianzas entre el patriarcado y sus imperativos sexuales abren desafíos cotidianos y micropolíticos. Algunas los encaran distanciándose de los hombres. Otras, reaprendiendo otras formas de placer, a veces dentro, a veces fuera de la heterosexualidad. ¿Cómo afecta una violación a la frágil construcción de nuestros vínculos sexuales y afectivos? ¿Cómo encaran los hombres sus dificultades para leer y entender el deseo, el goce y las formas de comunicación sexual o verbal de un sí o un no, de un quiero o un no quiero?
No es si te pasa. Ya te pasó. Vivimos en la cultura de la violación. Todas tenemos algo para contar, porque estadísticamente ser mujer (cis o no) te hace candidata a haber vivido abusos. ¿Cualquier tipo de violencia es violación? No. ¿Todo acoso es violación? No. Pero sí es cierto que algunas escenas que en el pasado nos (auto)narramos como: «Insistió mucho y cedí» (porque no tenía otra, porque tenía miedo de que me matara, porque sabía que si resistía iba a doler mucho más) hoy serían nombradas y abordadas de otras maneras.
Que hablemos tanto de antes y ahora da cuenta de que hay cambios profundos que nos atraviesan rápidamente. Ante eso, es fundamental reconocer los límites y las sutilezas. En eso estamos y eso esperamos de los compañeros sexuales varones y de todas las personas. Porque si vamos a hablar de violencias y de límites difusos, me pregunto: ¿qué entiende un varón cuando una mujer expresa dudas o pide más tiempo?, ¿qué gestos serían necesarios para infiltrar, en el código heteronormativo de comportamiento y comunicación sexual, una escucha que atienda las asimetrías de poder y las formas diferentes, singulares, personales de expresarse, calentarse, violentarse sexualmente de cada uno? Y si vamos a hablar de límites difusos, ¿saben lo difícil que es sacarse de adentro un tipo con la pija dura? Es casi imposible. Por el culo, si te oponés, es un desgarro seguro. ¿Cómo hablamos de esto? ¿Qué fracturas se exponen con el silenciamiento y la penetración de un deseo?
Cuando los cuestionamientos a la veracidad de las denuncias se mezclan con las tácticas más bajas de humillación pública, malversación de poder mediático, armadas entre operadores de la Justicia, de la prensa y de la política para interferir en la opinión pública y en un proceso judicial, una queda sin palabras, hundida en el estupor nauseabundo de una violencia que se sigue multiplicando en el estómago de cada una y en las rondas de todas nuestras reuniones. Si bien algunas violaciones trascienden públicamente porque son denunciadas y llegan a extremos, las mujeres que las sufren también son tomadas como blanco para la reacción misógina y la defensa de la cultura de la violación. Pero la enorme mayoría de las violencias sexuales que se viven día a día pasan desapercibidas o, incluso, son tapadas por el barullo que rodea a las más mediáticas, cuya mediatización acaba siendo funcional a los demás encubrimientos.
¿Qué se espera (o qué espera la opinión pública machista) de una víctima de violación? La confrontación directa (mucho más en violaciones colectivas), si bien puede salvar a la víctima, también la expone a un riesgo aún mayor. ¿Es la exploración del límite de violencia del que es capaz el violador lo que se espera de las mujeres para obtener credibilidad? Solo un imaginario morboso que desea más y más heridas como prueba del sufrimiento puede dar lugar a esa lógica.
Cuando una situación de violencia se explicita, el violentador sabe que queda expuesto. Por eso tantos femicidios son precedidos por un intento de la mujer de buscar ayuda. Hacer de cuenta que las violaciones no suceden es, muchísimas veces, una estrategia de supervivencia. Y mientras no comprendamos y empaticemos colectivamente con estas experiencias, es difícil que creemos estrategias efectivas. Mientras no visualicemos que hay alianzas entre patriarcado, Estado, medios y Justicia para debilitar la credibilidad de las mujeres y desprestigiar los movimientos disidentes y feministas, no estaremos preparados para frenar la violencia. Mientras no tracemos las continuidades y veamos la sistematicidad de las prácticas machistas y sus actores, estaremos perdidos entre la misoginia, la crónica roja y la justicia patriarcal. Mientras no sintamos que grabar y divulgar fragmentos de una situación íntima forma parte de la violación –la reedita, la completa–, estaremos cometiendo un error. Mientras no dejemos de tratar a cada mujer como culpable hasta que se demuestre lo contrario, estaremos reproduciendo el machismo. Cada vez que una violación denunciada es ninguneada públicamente, es un pase libre para que todas las otras sigan sucediendo.
DERECHO A LA FIESTA
Lo que está lesionado no es solo nuestro derecho a sobrevivir sin ser violadas y asesinadas, sino nuestro derecho a irnos de fiesta, al goce, a confiar en que podemos vulnerabilizarnos, divertirnos, drogarnos, reírnos, bailar, celebrar libremente con extraños. Nuestro miedo es razonable. Nuestra sospecha está bien alimentada. El mensaje parece ser: no vayas a la calle, no vayas a coger, no te mezcles con hombres. A menudo cuesta encontrar alternativas al pensamiento antisexo o a una sexualidad vivida en una especie de apartheid lesbodisidente. La violación es una traición a la libertad de nuestros cuerpos, pero también una bala al corazón de cualquier tipo de liberalismo sexual, al menos uno que incluya a personas cis. La violación afecta a la víctima, pero también, y sobre todo, la posibilidad de una vida juntes.
¿Cómo hacemos, en un presente lleno de reacciones y ataques contra mujeres y disidencias, para inventarnos vidas que no estén organizadas en torno a víctimas y enemigos? ¿Cómo nos construimos por fuera del deseo de dominación y del de castigo? Entre la ola feminista, la reacción machista y la explosión de denuncias de abuso sexual como herramienta para frenar las violencias, vivimos un proceso paradójico. Por un lado, las mujeres están cada vez más amparadas por redes feministas y colectivos sociales. Se reconoce como un hecho que casi todas las mujeres sufrimos abusos; parece que la estigmatización social a la mujer que vive su sexualidad (su vida) libremente ha retrocedido. Pero esto no se verifica en los hechos.
En el pasado se vivía un marco afectivo patriarcal en el que la normalidad era excluir el consentimiento de la mujer como factor relevante (en otras palabras: si querés o no, importa un bledo). Hoy parece haber otros acuerdos y derechos, pero el viejo encuadre está vivo, sigue ahí. ¿Qué implican estos desfasajes? La situación es confusa: nuestros derechos son nominalmente respetados y las libertades, igualitarias, pero cuando los discursos se apagan y quedan los cuerpos, nada de esto se hace materia.
DIRECCIONAR LA LUCHA Y COMPARTIR LA PROTESTA
La violación nos expone a diferencias en el interior de los movimientos antipatriarcales y disidentes. No es casual que en la marcha del 28 de enero se hayan producido violencias en las propias filas (trans)feministas. Una participante intentó expulsar a personas trans y no binaries; la polvareda TERF se levanta y toda persona que tenga pene se ve como une enemigue. Trans exclusionary radical feminism o radfems son nombres para un movimiento de odio a les sujetxs trans y no binaries, que argumenta desde una perspectiva biologicista que, de acuerdo a su genitalidad, no son legítimes integrantes del movimiento.
TERF es una sigla en inglés, pero deberíamos inventar otro término, porque el idioma hace parecer distante algo que está demasiado cerca. Cuando hablamos de transfobia, nos imaginamos a un machito temeroso de su deseo no heterosexual, pero también entre feministas nos encontramos cada vez más con argumentos como que todos los hombres son violadores porque son socializados como tales, que los niños varones no pueden participar de marchas feministas porque son potenciales opresores o que la relación con cualquier varón está condenada a la violencia. Esto tiene como efecto que muchas compañeras sientan culpa o vergüenza por criar un hijo varón y que se acose por su genitalidad a varies compañeres de lucha. Ser TERF quiere decir hacer pagar una pena a quienes, sin tener vagina, son una parte fundamental de un proceso de transformación. Ni política, ni sexual, ni afectivamente el autoflagelo y el punitivismo pueden ser el pasaporte de entrada a ningún espacio capaz de dar vida a formas de vida menos violentas.
Si la diferencia entre sexo y género ya no corre, algo del proceso de nuestras propias luchas se nos escapa como arena entre las manos. Si mujer va a tener una única acepción atada a argumentos biologicistas, si creemos que es tan determinante nacer varón que acabamos por tratar al género (una construcción social) como esencial, ¿no sería como regresar por otro camino al mismo callejón sin salida? No es casual que un acto violento desate las cadenas de otras violencias. Una violación hace temblar hasta las posiblidades de tejer alianzas entre personas que sufrimos el patriarcado desde distintos lugares. Pero si nuestra visibilidad y legitimidad se basa en reconocer que nadie sufre como nosotres mismes, entonces estamos construyendo una subjetividad basada en la autovictimización. En medio de la tristeza, en medio de la náusea y el desconcierto, enojate, hermana, pero no con quien camina hombro a hombro contigo en una marcha. Enojate y llorá de rabia, porque en este presente no queda otra. Pero hagámonos el espacio para recordarnos que, aunque el odio abunde, nuestras luchas siguen siendo para encontrar formas de amar.
Puede parecer grotesco o hasta inapropiado hablar en un mismo texto de violación, amor libre y transodio, pero en la experiencia todo sucede mezclado. En ese entrevero, una violación colectiva supone la máxima expresión de la vigencia del pacto machista. Ante estos pactos responden los tejidos feministas, organizándose y autoconvocándose para resistir. Pero, aunque desearíamos barrerlas de un plumazo, las masculinidades tóxicas no pueden ser deconstruidas por las mujeres. Son sus portadores quienes necesitan activar. Un proceso social que involucre a todas las identidades sin exclusión es, al menos mientras vivamos en sociedades con hombres y mujeres cis, la única vía para la construcción de vidas libres. Vidas en las que, en lugar de renunciar a ciertos placeres por los riesgos que implican, nos dispongamos a revolucionar nuestras formas de relacionarnos para expurgar la violencia de los vínculos, sin cederle ni un solo placer al patriarcado.
Publicado en Semanario Brecha