Carnaval de las promesas no cumplidas
Reflexiones
en torno a la fiesta de Momo
Repensar
el Carnaval, comprender los cambios sufridos por su
espectacularización, visibilizar a sus hacedores y recorrer algo de
su historia es la apuesta de este texto. También, un disparador para
discutir qué tipo de política queremos para “la fiesta más
popular”, y cuáles son las imágenes –a menudo frustrantes–
que del presente y de nosotros mismos nos devuelve.
Llamada espontánea en el conventillo Medio Mundo, el 3 de diciembre de 1978 Foto: Héctor Devia - Casa de la Cultura Afrouruguaya
Empezó el carnaval, y la fiesta y las tradicionales polémicas que aportan sus propuestas son acompañadas, sino desplazadas, por acaloradísimas discusiones en torno al concurso, las políticas públicas los derechos y ganancias económicas, la “corrección” política, la relación entre gobierno y los empresarios, y entre estado y mercado, y hasta la propiedad del escenario máximo del carnaval.
La
dinámica del escándalo en las redes, que hoy pauta el ritmo de los
debates culturales, les quita escucha y razonabilidad a las
discusiones, profundizando el otro factor que arma el entrevero: la
crisis de la crítica cultural. “Cultura de izquierda”,
“hegemonía cultural”, “contracultura”, son términos que,
quebrados en mil pedazos, no están ayudando demasiado a pensar el
carnaval. Y tampoco a experimentarlo. La polémica suele presentar
como voceros a un bajo porcentaje de sus hacedores, y siempre a los
mismos. Se pierde historicidad y todo el mundo grita ¡tradición!
Pero nadie sabe bien qué significa.
El
carnaval de 2018 se inaugura con el presidente Tabaré Vázquez
pidiendo por tevé al intendente Daniel Martínez (de su mismo
partido) que regale el Teatro de Verano a Daecpu.
También
con el anuncio del reemplazo del Concurso de Reinas por el de Figuras
del Carnaval; los caballeros contra la corrección más comprometidos
que nunca con las murgas y su libertad de expresión (eso sí, que no
se pongan muy panfletarias); enojos por la prohibición del uso de
serpentinas y spray;
profesionalización y mediatización de una expresión “popular”
que busca exhibirnos civilizados, actualizados, y divertidos. La
crítica encuentra su válvula de escape una vez por año y el amor
al color de los uruguayos también.
El
carnaval es
alegría
y también ha sido un espacio de resistencia y crítica irrespetuosa
de las clases populares a los poderosos. ¿Cómo evitar que se
transforme en lo opuesto? ¿Cómo organizar un pensamiento colectivo
sobre los sentidos del carnaval? ¿Cómo hacerlo ante la necesidad de
desprivatizar la fiesta a través de políticas públicas, pero
también de prevenir la cooptación de lo popular a través del
estado y los empresarios?
Históricamente
el carnaval ha sido polémico por criticar la realidad, por oponerse
con los cuerpos a la sumisión, por cantar, pensar, bailar sin pedir
permiso. Sin embargo, la mediatización del carnaval –que empujó
con fuerza la crecida de la competencia y la privatización– indica
que hoy lo que más está en disputa es quién tiene la palabra, las
tablas y los premios, quién puede hablar, quien escucha. “Esto
es carnaval, si puedo hacerlo yo lo puede hacer cualquiera”,
canta la Mojigata en su despedida, como para que se encienda en la
cabeza algo que ya sabemos.
Mientras
los espectáculos de todos los rubros alcanzan niveles de producción
y profesionalismo cada vez más altos, sin los que no podrían llegar
al Teatro de Verano, cierto entramado más espontáneo y amateur
de hacedores va quedando en segundo plano.
Tener que elegir (o ya
haberlo hecho) entre una estética y técnica refinada o la anchura
de la base social que hace el carnaval (y no sólo consume), parece
una disyuntiva trágica. La admisión está en las pruebas. Y la
competencia no sólo se da en el escenario.
Si el
carnaval ha sido resistencia y crítica a la ideología: ¿cómo se
planta ante la ideología subyacente, que implícitamente acaba por
organizar su concurso, recursos y formas de acontecer? El carnaval ha
sido siempre política y cultura; ética y estética: ¿qué lugar
tiene en los debates sobre arte y sobre las políticas públicas que
se orientan a él?
Si junto
a las políticas de género -que exigen autocrítica del carnaval a
su ideología e idiosincrasia- el problema de la libertad de
expresión volvió a las murgas, lo hace ahora sobre el escenario de
un carnaval selectivo, excluyente, y amplificado infinitamente a
través de hordas virtuales.
La
reiteración de la idea de que el carnaval es la expresión popular
nacional por excelencia es incluso nociva si oculta que su
mediatización está privatizada (y eso afecta su creación), que la
identidad nacional, y en particular la de la izquierda, está en
crisis, y que quienes le ponen el cuerpo al carnaval ceden una
plusvalía cuyos dividendos no ven ni en figurita. Uruguay for
export.
La
idea de fiesta del pueblo también oculta que la mediatización del
carnaval y su profesionalización ya no permiten tratarlo como un
fenómeno espontáneo donde el pueblo se expresa libremente. La
dimensión participativa y corporal de la fiesta se retrae y se
acomoda frente al televisor, los conjuntos que no logran sponsors
o el malabarismo económico autogestivo, o que apuntan a procesos
creativos menos disciplinados, no llegan al “nivel” ni al
despliegue de recursos necesarios para competir con los grandes.
Entonces, expresión del pueblo sí, pero con prueba de admisión y
derechos de imagen que no cobran los trabajadores. Fiesta del pueblo
sí, pero también espectáculo con el poder semiótico y económico
que entra en juego. Fiesta de todos los barrios sí, pero al
espectáculo completo se lo ve en el Teatro de Verano o en VTV con
producción de Tenfield, como quien ve competir en MasterChef
o
en el Bailando
de
Tinelli. Todo el mundo opina y se indigna, contentándose con la
versión grabada de un acontecimiento que trasciende, y mucho, a un
concurso y dos desfiles por año.
La
crítica y la comicidad que siempre estuvieron juntos en Carnaval son
cada vez más reemplazados por originalidad, espectacularidad y
buenas voces. El candombe es coreografiado en danzas complejas y
exigentes que, en busca de cuerpos perfectos, va diluyendo la
experiencia de libertad que pulsan chico, piano y repique. (Recuerdo
mientras escribo los años que salí bailando en las llamadas, en las
horas y horas de ensayos y en cuánto me frustraba no poder colgarme
a bailar sola o con gente porque “me salía del la coreografía”.
Tanto que dejé de salir).
Expresiones
como la murga y el candombe no son en sí edificantes por sus
cualidades estéticas (si bien las tienen) sino por nacer de actos de
resistencia: a la censura de la dictadura, a la esclavitud de los
negros. Su prioridad no es lograr la excelencia formal-estética; en
tanto expresiones subalternas se mueven por el deseo de rebelión y
la insolencia contra el poder. Lo complicado es que el poder está
más que nunca en todos lados e inclusive logró docilizar a los
cuerpos irreverentes de los carnavales de otrora.
MÁS
MUERTAS QUE UN FARAÓN. La
complejidad del carnaval aumenta al pensarlo como una tradición. Su
narración y su administración se disputan entre quienes se
consideran sus legítimos representantes y hacedores. Por una parte,
el estado que elabora políticas públicas y medidas orientadas a su
puesta en valor y conservación patrimonial. Por otra, la rivalidad
entre sus “dueños” y protagonistas (cada vez menos organizados
en familias y más en empresas o personajes de la farándula
uruguaya), que además del negocio, o en nombre de él, se disputan
los relatos sobre sus orígenes y sentidos. Así, nuevos formatos y
recursos se mezclan con viejas lealtades e historias. El carnaval es
un diálogo permanente con la realidad, y sus interlocutores no han
parado de cambiar.
Sin
embargo, todos sabemos lo que le pasa a una tradición cuando no
logra dialogar con los cambios. Es conocida también la operación
por la cual “la tradición” es apropiada por el status
quo
público o privado, y que en esos raptos las versiones de su
“identidad” se van lavando y estabilizando. De poco sirve una
vidriera identitaria si exhibe contradicciones, inestabilidad,
evanescencia, y en ese sentido el carnaval no rinde: salvo que se
pueda emprolijar.
Mientras
esa tentativa avanza y algunos se resisten a los cambios (renunciando
a participar o dando la pelea desde adentro), viene bien recordar que
el carnaval uruguayo es más que nada eclecticismo y reinvención;
una mezcla entre lo europeo y lo afro, entre lo tradicional y lo
nuevo. Una celebración de nuestras contradicciones, risa y
melancolía, calenda, naciones, lubolos, Cádiz, Mazumba de la Selva,
Brasil, sus orixás y sus mulatas de fuego, símbolos musulmanes en
África, Reyes Congo, bantú, chico y bambula, el periódico Raíces,
"Milonga Nacional”, candombes del olvido, Línea Maginot, el
exceso y la droga en la calle, pueblo ingenio y risa, la liberación
de lo sexual, el judas prendido fuego, lo catártico y lo sanador,
cultura afrouruguaya, lo público y lo íntimo, lo que construye
destruyendo, lo grotesco y lo burlesco, lo negro y lo blanco, la
puesta en escena de invisibilidades sociales, la evocación de
Montevideo en la historia y la tradición, o como dice Daniel Vidart;
la fiesta de una diosa travestida (Momo), un diablo (Arlequín) y un
muerto (Pierrot). El
carnaval es desborde, exceso; el gramillero alucina con las yerbas
que contiene su valija, el escobero es quien espiritualmente abre con
su danza los caminos, las banderas son trofeos de Naciones.
QUE
EL LETRISTA NO SE OLVIDE. Testigos
vivos de la mutación cuentan que antes a las comparsas se les decía
llamadas; que el desfile no era de 15 sino de 25 cuadras y sólo 8
comparsas, que demoraban de 6 a 8 horas, con parada para templar en
el medio. Los tablados eran de bloques y se respiraba olor a
choripán;
había
personajes que no cabían en ninguna categoría. La censura venía de
los malos (sin matices). Las vedettes
eran también activistas y escritoras, referentes de la comunidad. El
gramillero representaba al esclavo a quién dejaban salir los 6 de
enero y desfilaba con la ropa prestada del amo. Los tambores no
usaban tensores y arruinaban por su peso no sólo las manos de sus
tocadores sino también sus riñones. Los seguidores de conjuntos
iban por los barrios con sus preferidos, y de boca en boca se
comentaba el espectáculo que “este año no te podes perder”. Los
relatores no existían y esa menor información hacía de la fiesta
algo más anónimo, menos especializado. Hubo llamadas en años de
dictadura en que algunas comparsas se negaron a tocar frente al palco
oficial, y algún año en que la primera cuadra empezó a ser
regulada sin más y hasta el día de hoy por familias negras. No
existía la “visión global” y lo esencial estaba en dos o tres
elementos. Había menos famosos de afuera y más personajes del
adentro. Se conocían menos los historiadores y más los que hacían
historia. La amargura sostenida del uruguayo era liberada para hablar
de los temas más profundos entre máscaras, cabezudos y cornetas.
Es
decir, desde que empezó a existir, el carnaval empezó a cambiar. Y
en todo caso, si nos vamos a poner nostálgicos hay otras cosas a
añorar que reírse de “las minas y los putos”.
El
carnaval de cada época respondió a las sensibilidades y a las
luchas de la sociedades de su momento, y el amor a las supervivencias
no
borran el amargo adjunto al dulce cantar carnavalero. Como con toda
tradición que se transforma con el tiempo, el trabajo a hacer es
revolver en las ruinas para ver qué de lo que había necesitamos
hoy.
Nos
queremos seguir riendo y excediendo en carnaval. Pero la
contraposición entre la política (o la izquierda) y la risa es un
(falso) dilema que ausente de su historia, caracteriza a esta etapa
del carnaval o de nuestra sociedad; un antagonismo formulado
ideológicamente que pide libertad para discriminar pero se preocupa
poco por asegurarla para la expresión y el disfrute del carnaval por
parte “del pueblo”. La disidencia sexual siempre fue parte del
carnaval pero ahora parecemos estar ante el caso del “puto que
asusta”, en términos de Capusotto. Y asusta porque ya no se banca
cualquier cosa con tal de ser parte; ya no es el
puto de antes.
Diferentes
propuestas que me ahogaron de la risa muestran que el problema es más
bien de quien no encuentra la gracia sin el “puto”, de quien dice
que sin la discriminación como gracia no se puede. Ante los señores
indignados por la reducción de sus privilegios (o su
cuestionamiento), lo que parece es que a los representantes oficiales
del carnaval del presente se les oxidó la capacidad de reírse de sí
mismos, de dialogar con las transformaciones sin caer en el
resentimiento por lo que ya no.
El
asunto preocupa porque si las posturas conservadoras -del carnaval de
antes y los machos de siempre- triunfan, habrá que decretar que el
carnaval por primera vez en su historia está viejo.
Lo
popular y lo crítico aún viven en el carnaval, pero bastante
baqueteados.
La
tradición ha ido cambiando y lo seguirá haciendo: ¿quien dirige y
hacia donde se orientan sus transformaciones? Si miramos a sus formas
de producción y sus objetivos, lo que le era ajeno –la búsqueda
de excelencia técnica, el profesionalismo, la distancia entre
especialistas y consumidores– ya no lo es. ¿Cómo analizarlo
entonces? ¿Desde los estudios culturales, la cultura popular, la
historia uruguaya, la política de los cuerpos?
Mirar al
carnaval como acto performativo donde se expresa en cada puesta lo
que “somos como país” es matar a fuerza de solemnidad y realismo
la naturaleza lúdica, paródica y sarcástica del tipo de
“representación” que es. En el otro extremo, mirarlo como un
espacio de libre expresión no mediada, donde la política “no
debería meterse”, es negar oportunistamente un aspecto reconocido
por todos: el carnaval es aparición en el espacio público,
definición básica de la política. El carnaval es también un
obrero fundamental de nuestras sensibilidades colectivas. ¡No lo
explotemos!
LO
POPULAR EN DISPUTA. Se
discute mucho sobre los cambios que podría traer la intervención de
políticas culturales de género al carnaval, pero demasiado poco
sobre las transformaciones que implicó su creciente
profesionalización, competitivización, mercantilización de su
carácter “popular”. Las letras de los espectáculos dan cuenta
de la desorientación del carnavalero que ahora le canta por tv a un
público más cheto-progre que no quiere oir hablar de pobres, ni a
su cultura groncha.
Si
bien en el presente hay cuerpos que resisten la neoliberalización
del carnaval, insisten en su carácter de fiesta y experiencia, y aún
hay tablado de barrio y Ronda Momo, su mediatización ha centralizado
su acontecer en el programa de la tele. La función crítica o
liberadora que son la esencia del carnaval es un hilo narrativo que
rinde en las páginas del Ministerio de Turismo o de la Unesco,
pero no está en la esencia del carnaval sino en las prácticas de su
gente y necesita espacios para mantenerse viva. La excesiva
organización de los cuerpos y los discursos por el progresismo (ese
curioso proceso por el cual la izquierda partidaria se convirtió en
administrador del régimen neoliberal y agente disciplinador) es un
peligro para el carnaval. La patrimonialización de expresiones
populares como el tango o La Cumparsita, afecta también al carnaval
y, aunque se presenta con la intención de preservarlas, puede tener
un impacto represivo sobre manifestaciones que no siempre hacen
coincidir la función crítica con la edificante. Pero el estado no
está solo. Apoyan este espacio los socios capitalistas.
Si
por un lado los carnavaleros se quejan de los cambios aportados por
el gobierno municipal en su administración de la fiesta, también el
reinado de Daecpu
ha sido nefasto no sólo en términos de contenido, también en la
aceleración del proceso de conversión del carnaval en un negocio,
cuya comercialización, adaptación al concurso, y creciente
competitividad es igualmente sufrida por ellos.
Las
transformaciones que trajeron Tenfield y Daecpu
empujaron al carnaval desde precipicio de lo popular al vacío de la
cultura de masas. La empresa que tuvo desde sus inicios la meta de
constituirse como representante oficial del nacionalismo,
visualizando rápida y lucidamente el vacío de políticas e ideas
sobre la cultura nacional, ha sido experta en apropiarse los
beneficios que el abordaje marketinero del nuevo uruguayo ha
chorreado generosamente en los últimos años.
El
Gran Evento televisado “para todo el mundo” –las llamadas, el
teatro de verano– parece llevar a más gente la vivencia, pero
termina por secuestrar el sentido del carnaval, produciendo unidades
mediáticas e infinitamente reproducibles en la televisión e
internet, que generan derechos de autor que no ven sus protagonistas
pues Tenfield y Daecpu
son detentores de los mismos. Los paralelismos con el fútbol son
evidentes,y sería deseable que ante este panorama naciera un “Más
unidos que nunca” carnavalero.
EL
TREN DE LOS SUEÑOS. Que
el carnaval sea un núcleo de condensación y visibilización de
procesos colectivos e identitarios que se sostienen todo el año no
puede hacernos olvidar que no hay zoom
in
de las cámaras que nos ayude a entender todo lo que sucede ahí.
Es
importante discutir sus aspectos simbólicos y políticos,
intelectualizarlos como tradición y como espacio discursivo de la
cultura, pero si se pierde la dimensión experiencial –es decir
como viven los cuerpos el carnaval– quedémonos solo con el Museo.
Cuestionar
de qué y de quiénes nos reímos y quien es dueño del carnaval, es
también ser fieles a un espíritu crítico y de crítica ideológica
a los poderosos. Censurarlo en nombre de “la tradición” implica
intentar que una expresión cultural que está viva no tenga contacto
con transformaciones profundas que se están dando (como el avance
del feminismo). Censurarlo por hacer manifiesto lo latente – a
menudo aberrante – en nuestra sociedad es también mutilar una de
sus principales funciones.
Quizás
en vez de seguir inflando la competencia, la “forexportización”
y patrimonialización del carnaval, podríamos discutir qué tipo de
política para el carnaval queremos y también cuáles son las
imágenes – a menudo frustrantes – que del presente y de nosotros
mismos nos devuelve el carnaval.
¿Cómo
se hace para que sus hacedores puedan ver beneficios en caso de que
aceptemos su comercialización? ¿Cómo se hace para desacelerar la
competencia que cada año es mayor? ¿Cómo se lidia con los niveles
profesionales de exigencia en formas de producción con economías
amateurs? ¿Cómo afecta la vida al carnaval y viceversa? ¿Como
hacemos para que el carnaval sobreviva
pero
no como espectáculo, sino como experiencia? Que la pasión de
carnaval haga a los cuerpos querer salir a la calle a moverse y a
encontrarse. Quizás por ahí y con un poco más de escucha y
autocrítica, logremos darle en la clave.
Lucía Naser
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