Comernos
lo que somos
Versión expandida de la publicada
el 12 de diciembre de 2017 en la diaria Cultura
foto Nacho Correa
El
viernes y el sábado de la semana pasada, el teatro Solís presentó
la Trilogía antropofágica, dirigida por Tamara Cubas y creada por
ella junto a Santiago Turenne, Leticia Skrycky y un colectivo de
artistas. Considerada única obra, tiene una duración de cinco horas
y propone un recorrido por tres verbos (permanecer, resistir,
avasallar), tres salas y tres configuraciones escénicas. Conviene
detenerse primero en su descripción y abordar luego su marco
conceptual.
Permanecer
se
realizó en la sala Zavala Muniz y es, como adelanta su nombre, una
performance
duracional
de cuatro horas en la que el público es invitado a “permanecer de
pie en una plataforma cubierta de carbón y en constante movimiento”.
El folleto explica que el tiempo de esa permanencia y exposición
dura hasta que otra persona ingresa al espacio, y que “descalzos,
en silencio y con la mirada hacia los otros, la yuxtaposición de
nuestras singularidades hará a la identidad de nuestro colectivo”.
Así, la obra se devora al público y lo vomita en el centro del
escenario, convertido en intérprete voluntario. La decisión de
ingresar pone a quienes lo hacen en estado de alerta, observando el
espacio y a los demás, intentando anticipar otra iniciativa de pasar
al frente, siendo sorprendidos por la vulnerabilidad de ponerse en
escena sobre un piso difícil de transitar y que tiembla en forma
ensordecedora. De los tres actos, este es el más bello, huyendo de
la espectacularización y desarrollando un universo de relaciones
entre sus materias primas: cuerpos, tiempo y objetos. Esta parte
resulta también, al ser gratuita (para las otras dos se cobraba
entrada) y sucia como sólo puede serlo una tonelada de carbón, la
que menos respeta el espacio simbólico y la institución cultural
que es el Solís y a todo lo que representa en la historia
“uruguaya”, término que también es avasallado, como veremos
luego, por esta Trilogía.
El
acto II, Resistir,
tuvo lugar en la sala Delmira Agustini, a la luz de un sol que
rebotaba, amarillo, sobre tablas de madera ordenadas caóticamente
por toda la superficie escénica. Resistir es repetir y respirar; la
repetición amaga significados que hacen resplandecer a la hinchada,
al sexo, al deporte, al combate, a la violencia, al clown,
a obras como Mordedores,
de Marcela Levi y Lucía Russo; What
they are instead of,
de Jared Gradinger y Angela Schubot; o Desde,
de Vera Garat, Tamara Gómez y Lucía Valeta, entre otras imágenes
de cuerpos desbordados de insistir. Hay algo en común entre
permanecer y resistir; los verbos y los actos de Cubas se hacen
colectivamente, en la escena de lo humano. Los cuerpos del acto II
transitan con dificultad entre las tablas que sobresalen agudas
mientras está fresca la experiencia de Acto 1, la planta de pie
desnuda sobre el carbón, la búsqueda del punto fijo donde hacer una
pausa para permanecer y mirar siendo mirado, el abrazo de ojos
lanzado desde la butaca a quien tembló en ese suelo y compartió el
desequilibrio en un juego simple pero intenso experiencialmente. ¿Al
final qué hay de malo en lo simple?
En
la coreografía, de inicio calmo y suelo intransitable, los
intérpretes se sostienen en la respiración y en las articulaciones,
en el humor y en el grotesco, en el sudar de lo otros, en la
autoarenga, en nuestros ojos y cuerpos que, con el correr del tiempo,
oscilan también. La metaquinesis mueve al estómago antropofágico,
que es un órgano vibrátil.
La
espectacularización del aguante, la ridiculización del aguante, la
transformación que produce la resistencia, el hambre de carne que
emerge del cuerpo en máximo esfuerzo, la ambigüedad entre los
gestos de aliento, sofocamiento, excitación sexual, las manos que
buscan los órganos de los otros, pequeños toques de zonas erógenas
y los mismos toques pero sin ropa, cuadros repetitivos que se van
transformando por la transformación de los cuerpos que los ejecutan,
estructuras lineales que presentan a la vez algo de circular. El
agotamiento adelanta la lógica del tercer acto: el avasallamiento.
Avasallar
se
montó en la sala principal, y es el acto en el que la madera ya no
aparece hecha carbón ni desperdigada, sino formando una estructura
que a modo de pared atraviesa el escenario. Al lado de ella, una pila
de otras maderas, aún en fase de deconstrucción. Comienza con una
calma a la que sigue una avalancha de cuerpos energizados al máximo;
como deportistas furiosos y escapados de una jaula, que
solitariamente repiten una rutina de entrenamiento o prueba física,
desde el campo abierto a una orgía y a una obra del Bosco, el acto
presenta cuadros siempre en movimiento hacia nuevos momentos.
Esta
parte es –ayudada por la sala grande– la más clásica como obra
coreográfica, con personajes, iluminación acorde a una dramaturgia
unificada, momentos de virtuosismo y manejo de los clímax y pausas.
Su sonoridad está estudiada y compuesta a partir de voces, golpes,
gritos individuales y colectivos, con un vestuario que se acerca a lo
deportivo-pop, y escenas organizadas desde una lógica formal cuya
visualidad es predominantemente rítmica.
“Sólo
me interesa lo que no es mío”*
El
proyecto cultural antropofágico nació en Brasil en 1928, con la
publicación del “Manifiesto
Antropófago”*, de Oswald de Andrade,
que delineaba algunas ideas ya presentes en la “Semana de arte
moderno” de San Pablo (1922). Demandaba la reevaluación y
reformulación de la identidad brasileña, basándose en la metáfora
del acto caníbal. En los textos de De Andrade (1928), esa metáfora
indica cómo lo primitivo, el hombre amerindio, el caníbal-civilizado
y actual brasileño, devora la cultura ajena y se apropia de ella,
transformándola y haciéndola suya sin culpa. Así señala las
raíces históricas de civilizaciones destruidas de América; los
nuevos significados de la relación humana con la naturaleza y con su
propio cuerpo, la sexualidad, los afectos y la comunidad; y el deseo
de transformar miedos y odios tradicionalmente ligados a los relatos
europeos sobre el canibalismo americano en el reconocimiento
artístico de un estado de libertad sin límites y una visión
poética de renovación cultural. Voceros
del Movimiento como Mario de Andrade - para quien el movimiento
modernista fue esencialmente destructor (hasta de “nosotros
mismos”) -, consistía en la fusión de tres principios: “el
derecho permanente a la investigación estética; la actualización
de la inteligencia artística brasileira; y la estabilización de una
conciencia creadora nacional" (MA citado en Mendonça Teles
447). Esta nueva consciencia buscará crear otras bases para el
pensamiento brasilero, proponiendo un balance entre pensamiento
retrospectivo (pasado cultural) y actualidad (arte contemporáneo).
¿Qué
devora y qué propone esta Trilogía
antropofágica?
Salvo
que se conozca a los artistas o se decida investigar en profundidad
su proceso creativo, el título y los procedimientos que dan lugar a
esta obra permanecen como un misterio para el espectador. La
Trilogía presenta
una continuidad interna que tiene que ver con los materiales
empleados en cada acto –madera y cuerpos en diversos estados–, y
cierta contigüidad estética respecto de las obras devoradas, que
pertenecen a tres coreógrafos brasileños de moda: respectivamente,
en cada acto, Vestigios,
de Marta Soares; Matadouro,
de Marcelo Evelin; y Pororoca,
de Lía Rodríguez. Por la selección de las coreografías y
coreógrafos, y por su intento de inscribirse en la tradición del
Movimiento Antropofágico, podríamos decir que la obra dialoga, más
que nada, con la cultura pasada y presente de Brasil, por cierto un presente en grave crisis política y social con miras a agravarse.
Sin embargo, y
haciendo eco a los cuestionamientos de los propios antropófagos a
las identidades nacionales, quizá la elección de Cubas ponga en
problemas a la identidad, y entre ellas a la “uruguaya”.
La
danza contemporánea –como casi toda la danza escénica en Uruguay–
ha ocupado un rol de transculturación, trayendo al país estéticas
y técnicas en boga en lugares centrales de la cultura mundial como
Europa o Estados Unidos. La selección de Cubas da cuenta de su deseo
de ese “otro cuerpo” brasileño, pero al devorar a tres
coreógrafos exitosos de la danza contemporánea internacional, pone
en su plato las expresiones más vanguardistas de una cultura como la
brasileña, cuya historia está marcada por fisuras entre lo popular
y lo erudito, lo “moderno” y lo “atrasado”, las ciudades y el
interior, lo “civilizado” y lo “salvaje”. Las obras devoradas
–y el propio movimiento antropofágico– ponen en cuestión esas
divisiones, y es necesario recordar que ese movimiento fue fundado
por modernistas de San Pablo que intentaban esas asimilaciones (como
antes lo hizo el mestizaje), y no por indígenas o sertanejos que
trataban de valorizar culturas precoloniales. Estos datos sitúan a
la Trilogía
en
un espacio de conflictos geopolíticos e histórico-culturales que,
al igual que aquel movimiento, no es para nada ingenuo, sino el
objeto y resultado de su propia provocación.
La
lógica de devorar obras de otros está presente en Cubas más allá
de esta trilogía y de los artistas del menú. Es posible reconocer
en la obra ingredientes de otras ollas y otros cocineros: Historia
natural de la belleza,
de Andrea Arobba; Otro
teatro,
de Luciana Achugar; La
masa,
de Federica Folco; Multitud
o Puto Gallo Conquistador,
de la propia Cubas; algo de Constanza Macras con Guillermo Gómez
Peña, de Ann Liv Young con Miguel Gutiérrez, cuerpos que podrían
haber sido incorporados, sin nombrarlos, a este banquete.
Uno
de los rasgos que caracterizan a la danza contemporánea es el uso de
discursos metacoreográficos que expanden los sentidos de una obra,
orientan procesos conceptuales, ofician como traducción de un
lenguaje caracterizado por su iconicidad o antiliteralidad, y ponen a
la danza en relación con otros modos de pensamiento. Sin embargo,
esa utilización de marcos teóricos y conceptuales de alto vuelo
filosófico y político para presentar –o legitimar, o “vender”–
obras de danza necesita ser repensado, a la luz de los efectos de la
mediación que ellos generan. Y también para diferenciar los
discursos que expresan las intenciones e inspiraciones de los autores
de lo que las obras efectivamente hacen o expresan. Es distinto decir
que el Movimiento Antropofágico influyó a una obra y que esta es
antropofágica; señalar que la resistencia ha inspirado a los
cuerpos de esta creación coreográfica, en la que se destacan
especialmente los desempeños de Alina Folini, Vera Garat y Turenne,
y afirmar que es resistencia; ocupar el Solís programando tres obras
simultáneamente en una gran producción (teatral y económica) y
decir que el Solís efectivamente se está ocupando en el sentido
político de toma del teatro. Devorarse al otro para transformarse es
diferente de inspirarse en su estética y crear en relación con él.
En la tensión entre las palabras y los actos, es difícil ver cómo
lo anunciado en los textos se hace carne en las propuestas escénicas,
y una llega a desear no haber leído (o escrito), sino simplemente
haber visto y pisado.
Los
actos de la Trilogía
toman
lógicas coreográficas de las obras devoradas, pero más que
antropofagia la obra hace pensar en lo que Haroldo de Campos llamaba
una transcreación;
una forma de traducción que no busca ser fiel al original, sino que
asume como premisa la transformación inherente a todo proceso de
llevar algo de un lado a otro. La apuesta y las puestas de Cubas
están quizá más cerca de ser adaptaciones, pero aun así
manifiestan sus cuerpos, como decía el propio Manifiesto
Antropófago, “contra todos los importadores de conciencia
enlatada. La existencia palpable de la vida”.
También disponible para leer en la diaria
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