"Erosión" de Luis Moreno por Nacho Correa
Desde el domingo 6 está en marcha la séptima edición el Festival Internacional de Danza Contemporánea (Fidcu), que este año reduce su escala para abarcar menos pero apretar más.
El festival, que ya se ha vuelto un clásico de mayo, explicita desde su editorial y su curaduría preguntas en torno al presente, en torno a sí mismo y a cómo seguir; preguntas sobre el sentido de seguir haciendo danza contemporánea en un contexto sociopolítico complejo: “Insertos en esta América Latina tan conmovida políticamente, donde el sur viene siendo tomado por las oligarquías de manera violenta, donde artistas como Wagner Schwartz de Brasil han sido censurados, donde la cultura va siendo dejada de lado”.1 El deseo de continuar, pero sin caer en la excesiva institucionalización del festival y sus dispositivos exitosos de encuentro; el deseo de continuar, pero no de espaldas al contexto crítico que vivimos, sino zambulléndose en él, es una impronta muy valiosa de este año. Y es particularmente valiosa para una comunidad –la de la danza contemporánea– que, si bien está creciendo a un ritmo de taquicardia y desarrollando herramientas experienciales y conceptuales para pensar las relaciones entre danza, cuerpos y política, corre el mismo riesgo que el festival (y que toda vanguardia): neutralizar su potencia institucionalizándose y endogamizándose.
¿Cómo programar sin excluir? ¿Existen dispositivos curatoriales que permitan una apertura de espacios y de encuentros, zafando así de la construcción de micro elites o de la mera creación de nuevas tendencias? El Fidcu es un festival que ha ganado prestigio a nivel nacional e internacional, un festival al que desean venir los artistas de moda en el campo de la danza. Pero lejos de acomodarse en el sillón del prestigio conseguido, el Fidcu sostiene su carácter independiente, sostiene el esfuerzo que existe detrás de los encuentros, sostiene programas de formación gratuita para muchísimos estudiantes, profesionales o amateurs de la danza, sostiene las preguntas e insiste en la gratuidad de una buena parte de su programación. Y además de las insistencias hay novedades: formas curatoriales que dejan a los artistas las decisiones; la integración a la programación de propuestas que borronean los límites de la danza y se acercan a una diversidad de dispositivos como el recital o la fiesta; la colaboración con otros proyectos con los que superpone grillas de actividades, preguntas y cuerpos; menos presencia de “famosos” del circuito contemporáneo y más nombres nuevos en su cronograma; la integración de lenguajes y comunidades como las del hip hop o el folclore a su programación; la conversación como dispositivo explorador del disenso; la exposición al contexto nacional y regional; la crisis y la autocrítica como invitadas especiales del evento; la posibilidad de la danza “conceptual” de reírse de sí misma; la posibilidad de tomarse muy en serio su potencial político transformador; la necesidad de parar para preguntarse qué, cómo y con quién hacemos lo que hacemos.
Quizás la conversación más importante sea sobre qué es importante y qué no, en un contexto en el que el neoliberalismo y la lógica del mercado tienen al arte (inclusive al más transgresor y “alternativo”) bien agarrado, en un contexto en el que necesitamos pensar y actuar desde el cuerpo y no sólo para crear obras de danza, sino para activar posibilidades de resistencia. La danza y el teatro vienen hace tiempo proponiendo “poner el cuerpo”: hoy la situación indica que urge ponerlo, en la calle, en los teatros, en las escuelas, compartiendo tecnologías sensibles de relacionamiento, a puertas cerradas o abiertas, insistiendo en la obra, quizás dejando de hacerlas, o quizás cooptando desde adentro los dispositivos espectaculares que ya bien conocemos por resistirlos durante tanto tiempo.
La danza contemporánea desea encontrarse con otros y es a la vez un “otro” para muchos. En este doble reto –la alteridad por un lado y el autoconocimiento no complaciente por otro–, baila el desafío al que convoca, y se autoconvoca la danza contemporánea en este fisurado presente. Más que un festival, el Fidcu es una red latente que una vez por año se activa y acerca cuerpos; una red de colaboraciones entre personas e instituciones que apuestan al sentido de este movimiento. Quedan dos días de encuentro y de movilización de afectos y aún no tenemos ni idea de lo que puede un cuerpo al que se le mueve el suelo.
- Editorial de Paula Giuria y Vera Garat en fidcu.com, donde también puede consultarse toda la programación.
Publicado en Brecha
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