De todo el rollo de ser madre de las cosas más jodidas y bien propias del peor adultocentrismo es que te impaciente la curiosidad de otra persona.
Porque si al final en vez de dormir la siesta preferis investigar cómo tocarte la cara con el dedo gordo del pie, o jugar con el hilito que sale de la frazada, o con la textura peluda de la media, o indagar en la mecánica del cierre de mi campera, o darle a ese ruido nuevo descubierto recientemente con la complicidad de paladar y lengua, o saludar a cada una de las plantas y sus hojas, o vestirte y desvestirte innumerables veces, o repasar una a una todas las canciones y juegos, o pedir que ponga babel y una de sus miles de versiones de los beatles en quena, o mover los dedos en el aire siguendolos con todo el cuerpo, o hacer salta salta hasta que el piso se mueva, o gritarle desde la ventana a todos los perros, o hacer sonar a la vaca ya desgastada de tanto traketeo, o buscar qué se esconde adentro de la pelusa de aquel rincón atrás del mueble, quién soy yo, decime quién carajo soy yo para oponerme a eso.
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