lunes, 13 de junio de 2016

INDEPENDIENTES DE QUÉ: indigestión cultural en los cuerpos de la danza.


Este texto no es un análisis sistémico, estadísticamente fundamentado o teóricamente argumentado sino la puesta en común de un conflicto que frecuentemente se vive de forma solitaria o censurada. La publicación de este texto encuentra motivación en querer escribir sobre una serie de preguntas y paradojas relacionadas a los modos y relaciones de creación e investigación artística, reconociendo las complejidades implícitas en las formas de producción disponibles y en los deseos (y dificultades en la práctica) por imaginar e inventar otras.  
Buscar colectivamente un balance entre el pensamiento utópico que subyace a toda micropolítica y la necesaria confrontación con estructuras y relaciones materiales del mundo social y cultural real, me parece urgente para que nuestras prácticas no se conviertan en una nueva tendencia pseudo post-estructuralista, que por desconfiar de la política maniqueísta de la cultura, se entregue excesivamente a las dinámicas del mercado. En esta encrucijada entre la viabilización de proyectos y la sustentabilidad de las vidas de los trabajadores del arte —que necesitan de recursos no mensurables en valor de uso—, y la generación de espacios sensibles, comunes y públicos por fuera del estado y del mercado, los artistas nos autoidentificamos como independientes, nos decimos contemporáneos, y eso implica mucho trabajo por hacer.

La mesa está servida

Cada vez se hace más urgente ponernos colectivamente a pensar sobre las relaciones económicas y su incidencia en las prácticas y poéticas artísticas.
Tras el año de recambio en el gobierno - en el que la palabra clave fue sin dudas presupuesto - y en un momento de reorganización del mapa de colectivos, gremios y redes de la danza, no son pocos los cambios constatados. En un lapso de dos años se disolvió la Red Sudamericana de Danza, casi se quiebra el gremio de la danza (Asociación de Danza del Uruguay), cambió la legislación para el aporte social de los artistas (aunque casi nadie respete o conozca la nueva), surgieron colectivos alternativos y acciones sin colectivos, se creó el Instituto de Artes Escénicas y el Profesorado de Danza, siguen apareciendo espacios de formación e iniciativas para la presentación de obras, siguen apareciendo obras y nuevos artistas.
Dudando si podría decir algo nuevo y que otros buenos artículos ya no hubieran dicho (ver referencias) intenté bajar a letras un montón de preguntas y problemas que desde mi hacer y relaciones como artista “independiente” se me presentan en relación a dicho adjetivo y a su significado al considerar las relaciones, medios y modos de producción que afectan y habilitan prácticas artísticas. Lo que sigue no es un análisis sistémico e informado estadísticamente sino la puesta en común de un conflicto que a menudo es vivido solitariamente o censurado, con el propósito de reabrir el expediente y volcarnos a su discusión.
Lo primero al empezar a escribir fue encontrarme con un texto de Gustavo Bitencourt —un colega brasilero— que con un título casi análogo al que le había puesto a mi artículo en borrador, abordaba nada menos que 7 años antes y desde el vecino Brasil preguntas semejantes. ¿Independientes de qué? me preguntaba yo. ¿Depende de qué? se preguntaba él.  Lo cierto y ya apuntado por Lorey (2006) y otros es que el fenómeno de emprendedurismo de la cultura no es neoliberal sino que está en la base del liberalismo más iniciático. ¿Qué nuevas relaciones aparecen y qué podemos hacer frente a ellas? Partiendo de esta preguntas escribí este artículo.

Artistas: entre la precariedad y la economización

La llamada economización de la vida y de la cultura no es nueva ni sólo exclusiva del arte del mismo modo en que la emergencia del emprendendurismo en la cultura no es un fenómeno neoliberal sino que está en la base fundacional del liberalismo.
Más allá de las lecturas deterministas sobre esta mercantilización, profundos y diferentes análisis se han hecho de cómo producción y reproducción o vida y trabajo han pasado a integrar una relación funcional y normalizadora —o en otras palabras biopolítica— en el capitalismo occidental contemporáneo. Las alternativas no son fáciles de dilucidar para esta rama de producción cuyos resultados o “ganancias” son invaluables en términos materiales (aunque las políticas basadas en estadísticas sobre consumo cultural prefieran afirmar lo contrario) sin por ello dejar de tener un fuerte y determinante componente material.

... the thesis of the ‘economizing of life’ makes sense from a biopolitical governmentality perspective. It points to the power and domination relations of a bourgeois liberal society, which for more than two hundred years now has been constituted around the productivity of life. In this perspective, life was never the other side of work. In Western modernity, reproduction was always part of the political and the economic. Not only reproduction, but also life in general was never beyond power relations. Instead, life, precisely in its productivity, which means its design potential, was always the effect of such relations. And it is precisely this design potential that is constitutive for the supposed paradox of modern subjectivation between subordination and empowerment, between regulation and freedom. A liberal process of constituting precarization as an inherent contradiction, did not take place beyond this subjectivation, it is an entirely plausible resulting bundle of social, economic and political positions. (Lorey, 2009: 194-195).

La construcción de precariedad es indiscernible de los procesos de subjetivación que germinan las contradicciones que la hacen posible. Entre el determinismo económico y la posibilidad de agencia que abre la acción simbólica, el campo artístico nos plantea con urgencia una pregunta: ¿está nuestra acción simbólica fuertemente determinada por nuestros modos y medios económicos (y políticos) de producción o existen aún fisuras desde las que operar aún desde dentro de ellos? ¿Existe un afuera de ellos?
No es fácil posicionarse para el artista contemporáneo a quien los discursos oficiales y la propia “realidad” ofrecen un mapa de posiciones fijas y de coordenadas predefinidas haciendo cada vez más difícil encontrar y generar espacios por fuera de este; haciendo cada vez más difícil tomar posición, premiando la obediencia estética y política y fomentando la disociación (que a los artistas les ha quedado bastante cómoda) entre una mirada política de las estéticas y discusiones profundas sobre el lugar no sólo estético sino político que como agentes ocupamos en el campo cultural y social. No hablamos solamente de reproducción simbólica.  

La neoliberalización de los modos de producción artística (o en otras palabras el pensamiento de la investigación artística como producción) tiene varias contracaras y una es que tal como lo necesita el éxito del mercado, los artistas tienen incentivos para dejar de pensarse comunitariamente y pasar a funcionar como un oligopolio orientado por la libre competencia. Aunque hay alternativas a esto y sobre todo ellas aparecen en espacios bajamente institucionalizados y efímeros, resulta curioso como los gremios de artistas han pasado a significar casi exclusivamente unas organizaciones cuyo fin es negociar frente al estado o la esfera pública o mixta para mejorar las condiciones de iniciativas que paradójicamente en la mayoría de los casos vienen del propio estado (por ejemplo y actualmente: la participación en el proceso de construcción de un Plan Nacional de Cultura en Uruguay).
La consolidación de un “mercado cultural” es una realidad no sólo terminológica y en boca de gestores culturales y creadores de políticas sino también para artistas y sus medios y modos (im)posibles de ser y hacer en su campo profesional.
Entre las diferentes estrategias y estrategas del campo artístico vemos insiders, outsiders, vemos a quien puja por volverse un agente dentro del mercado y vemos a quien estando dentro de él se esfuerza por no salir, por permanecer, por mejorar las posibilidades de competencia, por no ser borrado, olvidado, sustituido por importaciones, condenado a la auto exportación. Y como en todo campo (ya lo dijo Bourdieu) los agentes ocupan posiciones definidas en relación con las posiciones de otros: el clima de competencia empieza a calentar y la urgencia de la transacción aumenta. Y así es que los artistas prometemos el oro y el moro con tal de ganarnos un Fondo Concursable. ¿Por qué esto que en términos económicos puede llegar a arruinarnos la vida es visto como “inversión” o justificado como “igual es un proyecto que hubiera hecho sin dinero”?
Bueno, pero una vez que está (o que no está) la guita, ya no es lo mismo. Y tampoco es lo mismo que el proyecto exista porque querías presentar algo al Fondo a que el Fondo haya venido a viabilizar el deseo de un proyecto ya existente.
Son todas cosas obvias las que estoy diciendo pero no por eso deja de ser preocupante que avancemos tan linealmente hacia una creciente precarización de nuestras formas de vida y de trabajo bajo la idea (totalmente prosistémica) de que somos trabajadores “freelance” o “independientes”; sujetos libres y autónomos. Pese a que escribe desde USA, lo que dice Isabell Lorey al referirse a los trabajadores culturales se aplica sin muchos matices a nuestro panorama y afecta a artistas y otros trabajadores de la cultura

For some of us, as cultural producers, the idea of a permanent job in an institution is something that we do not even consider, or is in any case something we decide to do at most for a few years. Afterward, we want something different. Hasn’t the idea always been about not being forced to commit oneself to one thing, one classical job definition, which ignores so many aspects; about not selling out and consequently being compelled to give up the many activities that one feels strongly about? Wasn’t it important to not adapt to the constraints of an institution, to save the time and energy to be able to do the creative and perhaps political projects that one really has an interest in? Wasn’t a more or less well-paid job gladly taken for a certain period of time, when the opportunity arose, to then be able to leave again when it no longer fit? Then there would at least be a bit of money there to carry out the next meaningful project, which would probably be poorly paid, but supposedly more satisfying. Crucial for the attitude suggested here is the belief that one has chosen his or her own living and working situations and that these can be arranged relatively freely and autonomously. Actually, also consciously chosen to a great extent are the uncertainties, the lack of continuities under the given social conditions. Yet in the following my concern is not with the question of ‘when did I really decide freely?’, or ‘when do I act autonomously?’, but instead, with the ways in which ideas of autonomy and freedom are constitutively connected with hegemonic modes of subjectivation in Western, capitalist societies. (Lorey, 2009: 187-188)

¿Hasta qué punto la precarización “elegida” favorece las condiciones necesarias para tornarse una parte activa del sistema de relaciones económicas y políticas neoliberales?
Analizando la diferencia entre precariedad como elección y como condición, Lorey estudia el ejemplo del gestor cultural como aquel que habiendo elegido su “libertad”, performa como contracara un rol imprescindible y funcional a modos de dominación contemporánea donde la normalización y sujeción es realizada desde sujetos “libres” y bajo la condición de que así se sientan. Si vida y trabajo por un lado, y producción y reproducción por otro dejaron de ser esferas separadas, tampoco guardan distancias las estrategias que amenazan y las que cooperan con el capitalismo en sus formas y contenidos culturales. Las aporías y contradicciones habitan y nos habitan en un contexto en el que la gubernamentalidad se basa en esta paradoja, de que los sujetos están subyugados y simultáneamente dotados de agencia. Vía Foucault sabemos que esta es la condición y efecto de las relaciones de poder liberales, es decir, de la gubernamentalidad biopolítica.

Fase adolescente

Hay un debate irresuelto que atraviesa no sólo la política cultural en general sino a la comunidad artística y dancística en particular. Podría resumirse en esta pregunta: ¿tenemos que pedirle más al estado exigiendo mayor representación de la cultura y de la danza en sus programas, instituciones y recursos, o en un camino contrario deberíamos abocarnos a una evaluación autocrítica de nuestra relación con él para luego intentar disolver, matizar u operar sobre la dependencia que hemos contraído con él como “sector independiente”? En una nota publicada por el periodista Leonardo Flamia hace algunos meses, se abordaba la relación entre autoridades municipales y los gremios de artistas del teatro, proponiéndose una crítica en la que el escritor lamentaba algo así como una pérdida de valores del movimiento de artistas independientes de uruguay. Si bien es relevante observar cómo en términos históricos aquel movimiento de teatro independiente —así como el mundo en el que existe— ha cambiado sustancialmente proveyendo hoy más un plano de fondo para las nuevas generaciones que un movimiento análogo al del pasado, Flamia tiende a añorar aquellos años donde se hacían las cosas sin dinero. Más allá de una nostalgia en algún punto compartible, no están en dicho pasado las guías para orientar el futuro próximo de nuestras decisiones y acciones estético-políticas. Durante el florecimiento y auge del “movimiento independiente” en las artes escénicas uruguayas se vivian otros tiempos, otra política, otro estado, ciertamente otro gobierno. Dudo que tal como propone Flamia  la salida a la economización de la producción sea el amateurismo o actuar “a la gorra” pero estoy convencida de que la pregunta ¿qué queremos del estado? es pertinente. Y coincido en que la respuesta no puede ser solo un número.
Si las políticas de la derecha en relación a la cultura revelan claramente sus objetivos hacia la cultura —“privatización o conversión” en mercado y desarticulación (pues el pensamiento siempre les fue amenazante)— ¿qué podríamos responder sobre los objetivos de partidos con programas “de izquierda”? ¿Y sobre sus prácticas? ¿Qué queremos del gobierno? ¿Y qué queremos de nuestra práctica? ¿De nosotros mismos?
El estado —ese ente a menudo ominoso pero compuesto de personas y decisiones— ha sido altamente ineficiente y negligente en algunos aspectos como pensar seriamente en la cultura del país más allá de fondos y programas pero ha tenido sin embargo el talento de desarrollar simultáneamente perfiles aparentemente contradictorios. Por un lado la buena cara de un estado interesado en la cultura y su democratización. Por otro el gesto políticamente correcto de un gobierno que ha percibido cómo el estado tiende históricamente a cooptar y controlar las manifestaciones artístico-culturales con fines ideológicos y por ende crea dispositivos lo menos intervencionistas posibles. Sería erróneo pensar que las consecuencias que han tenido las políticas culturales son las buscadas porque a menudo ellas fueron exactamente las contrarias a los objetivos anunciados. O estamos ante un doble discurso flagrante de la clase política gobernante, o el estado y los dispositivos diseñados desde él tienen inherentemente la propiedad de reproducir las estructuras de poder señaladas hasta aquí sin importar qué fórmulas se ensayen como antídoto. Probablemente entre ambas hipótesis hay alguna respuesta y muchos desafíos.
Respecto a aquel promisorio pasado aparentemente enterrado —me refiero al movimiento de danza y teatro independiente surgido en décadas anteriores— es justo considerar que el escenario y los actores han cambiado bastante aunque algunas cosas sigan inercialmente igual. Pese a la cara de ente malevolo incombatible del capitalismo, el campo cultural y la vida social se siguen haciendo de la suma de nuestras decisiones y de la manutención o ruptura de círculos viciosos; el vicio del “es lo que hay”, el círculo cerrado de lo posible. Traducir la pregunta a y en cada una de las microdecisiones que hacen a nuestra participación en el campo cultural puede ayudar a ver a estos conflictos desde una escala más humana, para no caer enseguida en el pozo de depresiva inevitabilidad histórico-económica en el que nos sumimos cada vez que asomamos la cabeza para medirle el tamaño al gigante del poder. En otras palabras, cada vez que nos confrontamos con las dificultades derivadas de la diferencia de escala entre la micropolítica de la acción estética y la estética como campo afectado por la macro política.
Para empezar cabe admitir que la mayoría de artistas nos hemos prendido a los fondos cual drácula a la carótida de una adolescente y olvidado algunas preguntas y problemas importantes de ser pensados.

¿Cómo seguimos?

En Uruguay existe una relación histórica entre la comunidad artística y la izquierda, y podríamos agregar entre artistas y el FA. En ambas se observa un vínculo de pertenencia casi homóloga que sin embargo ha empezado a transformarse en los últimos años. Las formas que cobra esta relación son mediadas por las subjetividades de izquierda y sus mutaciones, subjetividades afectadas particularmente por el ascenso del FA al poder y por las contradicciones que ocupar ese lugar implican. Cabría hacer una disgresión en este punto sobre el significado de “arte de izquierda” o sobre las diferencias entre “arte comprometido”, “arte político”, ”arte impolítico” o “política de la estética”. Me remito a citar a la filósofa española Marina Garcés quien retoma una pregunta planteada por Merleau Ponty en relación al “arte comprometido”: ¿es el compromiso un modo de cancelar o de reforzar la distancia que abre en el instante de su enunciación o puesta en marcha?. Con qué queremos comprometernos quizás sea una pregunta menos potente hoy que la pregunta sobre aquello con lo que ya estamos estamos involucrados. En su tentadora provocación Garcés propone vivir desde una honestidad con lo real empezando por observar que lo que se nos ofrece es un mapa de opciones pero no de posiciones; mapas con coordenadas ya fijas. Ser honesto con lo real significa según Garcés entrar a la escena, no a participar en ella y escoger ciertas posibilidades, no a optar por alguno de sus posibles, sino a tomar posición y junto con otros dar un golpe a la validez de sus coordenadas.   
¿Cómo ser honestos con lo real? ¿Y cómo hacer a la realidad transformable empezando por nuestras realidades micropolíticas? Si antes el enemigo de la crítica era la oscuridad, hoy es la impotencia dice Marina y yo estoy de acuerdo. También con que debería resultar una obviedad recordar que el estado pero también los privados obtienen a cambio de sus apoyos económicos una contrapartida de legitimidad o de fortalecimiento del capital simbólico que favorece su posición dentro del campo. No es posible pensar que existan actos desinteresados en el financiamiento de la cultura —ni pública ni privada— sino intereses y objetivos concretos que pueden ir desde la “educación del pueblo”, la democratización de la cultura, o la promoción de estéticas experimentales en el campo artístico. Quizás escribir todo esto es una total redundancia o no, teniendo en cuenta la amnesia pragmática a la que nos entregamos en pro de nuestra supervivencia como artistas; una supervivencia que al tornarse el fin último de la creación artística coloca a ésta en una situación de subordinación o sometimiento respecto a las instancias de financiamiento, circulación, venta-de. Si el amateurismo no es la solución, tampoco parece serlo entregarnos a la fruición acrítica de fondos y apoyos y a la producción en serie de obras y proyectos guiados por la motivación última de hacer… algo. O de no dejar de hacer algo, en la era competitiva de los proyectos.
¿Cómo comprometernos con lo real en nuestras prácticas artísticas y culturales  y en las comunidades con que interactuamos a través de ellas?
¿Está el artista contemporáneo enamorado de una visión idealizada de sí mismo y de imaginarios sobre la incidencia del impacto de su hacer en la realidad? ¿Qué hay entre los libros de Rancière y nuestro trabajo aquí y ahora?. El diálogo con lo real es complejo y aspira a una redistribución de lo sensible que sin dudas es más fácil de afirmar en libros que en relaciones reales. La reflexión sobre nuestras diferencias nos ha hecho conocernos a nosotros mismos (y a nosotros en relación a “otros”) pero esto no basta o no está por sí mismo dando resultado.
Quizás es hora de pensar en la comunidad no como algo a hacer o a buscar sino como nuestra condición de existencia. Alejarnos de las imágenes idealizadas que nuestra endogamia se encarga de reafirmar puede implicarle al arte contemporáneo un shock tan grande como el del protagonista de El retrato de Dorian Gray.  Pero esto no es el retrato de Dorian Gray y cambiar el retrato por el espejo duele. Acá el tiempo pasa y los artistas no se jubilan pero envejecen; el problema de la izquierda no fue hacerse gobierno sino cómo esa gobernabilidad y las concesiones (¿necesarias?) para llegar a él lo volcaron hacia la derecha. Acá el problema es sobre la deconstrucción/destrucción de la hegemonía y no sobre su cambio de mando. Si esto no es así yo me perdí hace rato.
Pero bueno, entonces ¿Vamos a mirarnos al espejo? ¿Vamos a desactivar el reflejo? ¿Vamos a tomar posición? ¿O vamos a dejar que el mapa de lo posible nos posicione?
No tengo respuestas para estos problemas pero creo que ponerlos sobre la mesa puede empezar a movilizarlos/nos, en forma de diálogos, cuerpos, políticas, estéticas y pensamientos. Para compartir.  

Referencias

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Lucía Naser
Actualmente vivo en Uruguay y pese a las constantes crisis sigo creyendo en el potencial político del arte y en la teoría y práctica de la crítica como herramienta para transformar el mundo. Bailo, amo e investigo en el campo de las artes escénicas y la ciencias sociales (o las artes sociales y las ciencias escénicas). Además de avanzar dificultosamente por las páginas de una tesis de doctorado en construcción escribo cosas que casi siempre subo acá http://juntandonotas.blogspot.com.uy/.  
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