domingo, 20 de mayo de 2018

Marcha del silencio: y ya son 23.




                                                                                                                            Foto: Rebelarte

Una marcha más, y ya son veintidós. 1996 fue la primera vez que fuimos a Jackson y Rivera y luego a 18 con nuestros carteles y velas. 1996 es otro país, o no tanto. Demasiado el mismo país. Cuatro décadas se demora ya la verdad, y la justicia muchas más. Décadas en las que algunos dejaron de quererlas, golpeados por dos confirmaciones populares de la impunidad de los crímenes de lesa humanidad, golpeados por la indiferencia, golpeados físicamente y emocionalmente.

Y marchamos de nuevo. Los relojes nuevos de la IM dicen 13º de frío y escriben intermitentemente “mañana” sobre la cabeza de los manifestantes. Apenas un poco más arriba se ve la publicidad de un niño con su madre, él le agarra los cachetes y ella se ríe. En la tardecita fría se juntan grupos o solitarios. Por los costados de la marcha pasan edificios y casas que con su luz y tele prendida alumbran la indiferencia y nos la ponen en la cara. Algunos eligen elevar sus consignas desde el costado como diciendo acá estoy pero no pertenezco. Otros pasan y nos etiquetan de anacrónicos, de obstinados, de obsesivos. Juntamos dolor explicándole veintidós, veintitrés, veinticuatro y veinte mil veces a gente que queremos mucho por qué la marcha del silencio, por qué de estos brazos de viejitas cansadas que soltarán sus pancartas el día que se mueran. Ese dolor es la continuación del terrorismo que nos vive adentro.

Hace cuarenta años que los buscamos y ya es sabido, si los milicos callan, es porque pueden. Algún milico viejo mira la tv de su living, con sus hijos y sus nietos, y se ríe. Se ríe porque puede. Se ríe con los asesinos, con los gordos del Sirpa en la dirigencia sindical, con el “nunca más uruguayos contra uruguayos”, con la épica de la guerra tupamara, con el cambio en paz, con “mirar para delante”, con la represión en los barrios, con la persecución a grupos “radicales”, con la democracia disciplinada, con los trancazos judiciales, con el espionaje militar, en fin, con el estado. La impunidad no es un capricho, es regla del juego y si se acaba el juego ¿Quién pierde?

Otra marcha más, y ya todas se parecen. El silencio que avanza, lo conocemos de siempre. Pero otra vez lo escuchamos, y vamos. No tiene mucho más para decir, que el estado es responsable, todos lo saben. Lo ominoso siempre es parte de esta multitud silenciosa. Hay lenguaje en el silencio y no podemos dejar que nos hable. Hay un “nunca lo sabrás” en este silencio y en el acto de la desaparición. Es por eso que este dispositivo de manifestación es potente pero también agota. Es por eso que el silencio performa o metaforiza la impunidad reinante en nuestro país y por eso lo ponemos en la calle.

Pero este silencio también se nos puede meter en la garganta y en los huesos, este silencio nos hace cantar el himno con voces cada vez más sofocadas, y el tiranos temblad es un hilo fino de voz que la tristeza no deja retumbar en la avenida. Palmas tímidas. Cuerpos moviendo lo que no puede moverse. El silencio no puede ser confundido con el de un velorio: acá no hay cuerpos ni certificados de defunción, no hay “causa natural”, no hay explicaciones.
En esta marcha se juega algo sagrado. Quizás tiene que ver con a quien, en el fondo, podemos llamar compañero. También con rumiar las derrotas y con sentirnos solos, aún acompañados. Es difícil discutir políticamente lo sagrado. El ritual de la marcha nos pone en un estado de ánimo que no existe en otras manifestaciones, en el que hacemos un duelo que no sabemos cuando va a terminar, ni cómo nos va a ayudar a pensar a la lucha de los desaparecidos, y a la nuestra, por la construcción de otro mundo.

El estado tiene como obligación preservar nuestros derechos, e incumplió con su parte del contrato social. Y es responsable, pero que reclamarle que se haga cargo no nos haga pensar que lo que pasó fue que el estado se volvió loco y que la sociedad fue una víctima. Que el discurso de los derechos universales y atemporales no nos haga olvidar que hubo lucha en los 60 y hubo lucha en los 80 y hubo lucha, brutalmente desigual, en los 70. Que el estado no es algo abstracto, sino un terreno de disputa, y en esa disputa ganaron intereses imperiales y oligárquicos, y siguen ganando, aunque ganemos. Queremos que el estado nos proteja, pero también tenemos que protegernos entre nosotros.
Si llamamos por su nombre a esta impunidad, se llama ‘si la izquierda se hace la loca nos matan a todos y no pasa nada’. El problema con la palabra impunidad es que nos hace pensar que si tan solo encontráramos y castigáramos al culpable, algo mejoraría. Y el culpable es el torturador, o el que mandó al torturador, o el que pactó con el torturador, o el que aceptó ese pacto, o el que aceptó que se plebiscitara ese pacto, o el que pertenece a una organización que no puso el hombro, o el que se conformó con ver al Goyo esposado, o el que dijo que no se podía revertir lo votado en un plebiscito, o el que no hizo suficiente, o el que no votó en el congreso, o en el parlamento la derogación, o la anulación, o el que no rompió con el que no votó. Y sí, hay responsables entre nosotros, y hay que hacerlos responsables, pero que la culpa y la melancolía no nos coman ni nos hagan caníbales, y que este dolor sirva para ganar ánimo y seguir la lucha.

Marchar juntos no puede encontrarnos en un lugar cómodo, no puede ser un entierro en el que nos consolamos entre nosotros. Y no puede encontrarnos complacidos por sentir dolor ante la causa. Los desaparecidos no aparecen, y por eso no los podemos enterrar, y por eso tampoco podemos enterrar la razón por la que los desaparecieron, ni la razón por la que peleamos ahora. ¿Cómo dar voz al grito que vive abajo de este silencio?


* Texto escrito por invitación de Rebelarte para la 23º Marcha del Silencio en Uruguay.
Hoy a las 19hs marchamos nuevamente.

Por: Gabriel Delacoste, Santiago Pérez Castillo y Lucía Naser
Integrantxs de entre.

sábado, 19 de mayo de 2018

Nuestra violencia es insistir



Si habrá que insistir,
en lo que dice la intuición que es importante,
en lo que no termina de dar cierto,
en lo que no promete reconocimientos ni trofeos, 
en lo que imaginamos que podría suceder si,
en dispositivos errantes,
en preguntas que no hay respuesta,
en la generosidad y en el compartir,
en tomar el riesgo de seguir el deseo sin domesticarlo hacia metas que garpan,
en el amor como un campo de batalla (nada que ver con ese mundo armónico, acolchonado y rosa que nos pinta el deber ser platónico y heteronormativo de los afectos),
en conversar horas sin saber bien para qué,
en las organizaciones desiertas,
en insistir en colectivo,
en desorganizar lo que existe por inercia,
en resistir al movimiento en tanto subjetividad organizada para producir y producir,
en rechazar la comodidad en tanto refugio individual de un mundo que grita y se estremece,
en la capacidad de conmoción, de empatía, de escucha,
en el acto desinteresado,
en la potencia contraofensiva del que va perdiendo,
en mapear y enchastrarse en la propia mierda.

Si habrá que insistir en que hay que juntarnos o nos comen en dos panes,
en las preguntas que incomodan,
en las conjeturas provisorias,
en las zonas ominosas,
en las estrategias borrosas,
en la deconstrucción del sujeto,
en el terrorismo subjetivo,
en que dónde están nuestros desaparecidos,
en que la necesidad sobrevivir no nos deprive sensorialmente,
en una sensopercepción para cuerpos colectivos,
en la telepatía, en la imaginación, en la terapia colectiva de los afectos, en las prácticas antidepresivas del día a día, en antídotos para el sinsentido y la pulsión suicida,
en no negar el sinsentido.

Si habrá que insistir con la ideología, con el cuerpo, con las herramientas que tenemos, con lxs rarxs que no se ajustan, con los de afuera del sistema, con las prácticas y los textos, con lxs autores que ya no importan, con la revolución que aún no fue, con el nudo en la garganta, con lo que todavía sigue empezando, contra los pronósticos, las gráficas, la censura y las especulaciones.

Si habrá que sudarla que acá estamos, medio necias, medio recias, medio críticas en crisis.

Si habrá que insistir que estamos acá, contra todas las evidencias, insistiendo. Que es mucho más que la mera resistencia. Que es mucho más que sobrevivir.

Publicado en: Lobo Suelto!

viernes, 11 de mayo de 2018

Sobre cómo danzar sobre un suelo rajado: FIDCU 2018



"Erosión" de Luis Moreno por Nacho Correa

Desde el domingo 6 está en marcha la séptima edición el Festival Internacional de Danza Contemporánea (Fidcu), que este año reduce su escala para abarcar menos pero apretar más.

El festival, que ya se ha vuelto un clásico de mayo, explicita desde su editorial y su curaduría preguntas en torno al presente, en torno a sí mismo y a cómo seguir; preguntas sobre el sentido de seguir haciendo danza contemporánea en un contexto sociopolítico complejo: “Insertos en esta América Latina tan conmovida políticamente, donde el sur viene siendo tomado por las oligarquías de manera violenta, donde artistas como Wagner Schwartz de Brasil han sido censurados, donde la cultura va siendo dejada de lado”.1 El deseo de continuar, pero sin caer en la excesiva institucionalización del festival y sus dispositivos exitosos de encuentro; el deseo de continuar, pero no de espaldas al contexto crítico que vivimos, sino zambulléndose en él, es una impronta muy valiosa de este año. Y es particularmente valiosa para una comunidad –la de la danza contemporánea– que, si bien está creciendo a un ritmo de taquicardia y desarrollando herramientas experienciales y conceptuales para pensar las relaciones entre danza, cuerpos y política, corre el mismo riesgo que el festival (y que toda vanguardia): neutralizar su potencia institucionalizándose y endogamizándose.

¿Cómo programar sin excluir? ¿Existen dispositivos curatoriales que permitan una apertura de espacios y de encuentros, zafando así de la construcción de micro elites o de la mera creación de nuevas tendencias? El Fidcu es un festival que ha ganado prestigio a nivel nacional e internacional, un festival al que desean venir los artistas de moda en el campo de la danza. Pero lejos de acomodarse en el sillón del prestigio conseguido, el Fidcu sostiene su carácter independiente, sostiene el esfuerzo que existe detrás de los encuentros, sostiene programas de formación gratuita para muchísimos estudiantes, profesionales o amateurs de la danza, sostiene las preguntas e insiste en la gratuidad de una buena parte de su programación. Y además de las insistencias hay novedades: formas curatoriales que dejan a los artistas las decisiones; la integración a la programación de propuestas que borronean los límites de la danza y se acercan a una diversidad de dispositivos como el recital o la fiesta; la colaboración con otros proyectos con los que superpone grillas de actividades, preguntas y cuerpos; menos presencia de “famosos” del circuito contemporáneo y más nombres nuevos en su cronograma; la integración de lenguajes y comunidades como las del hip hop o el folclore a su programación; la conversación como dispositivo explorador del disenso; la exposición al contexto nacional y regional; la crisis y la autocrítica como invitadas especiales del evento; la posibilidad de la danza “conceptual” de reírse de sí misma; la posibilidad de tomarse muy en serio su potencial político transformador; la necesidad de parar para preguntarse qué, cómo y con quién hacemos lo que hacemos.

Quizás la conversación más importante sea sobre qué es importante y qué no, en un contexto en el que el neoliberalismo y la lógica del mercado tienen al arte (inclusive al más transgresor y “alternativo”) bien agarrado, en un contexto en el que necesitamos pensar y actuar desde el cuerpo y no sólo para crear obras de danza, sino para activar posibilidades de resistencia. La danza y el teatro vienen hace tiempo proponiendo “poner el cuerpo”: hoy la situación indica que urge ponerlo, en la calle, en los teatros, en las escuelas, compartiendo tecnologías sensibles de relacionamiento, a puertas cerradas o abiertas, insistiendo en la obra, quizás dejando de hacerlas, o quizás cooptando desde adentro los dispositivos espectaculares que ya bien conocemos por resistirlos durante tanto tiempo.

La danza contemporánea desea encontrarse con otros y es a la vez un “otro” para muchos. En este doble reto –la alteridad por un lado y el autoconocimiento no complaciente por otro–, baila el desafío al que convoca, y se autoconvoca la danza contemporánea en este fisurado presente. Más que un festival, el Fidcu es una red latente que una vez por año se activa y acerca cuerpos; una red de colaboraciones entre personas e instituciones que apuestan al sentido de este movimiento. Quedan dos días de encuentro y de movilización de afectos y aún no tenemos ni idea de lo que puede un cuerpo al que se le mueve el suelo.

  1. Editorial de Paula Giuria y Vera Garat en fidcu.com, donde también puede consultarse toda la programación.

Publicado en Brecha