martes, 24 de marzo de 2020

Carta a Nadia - Relatos para navegar Desmadre



Carta a Nadia

Si hace no dos años sino dos meses nos hubieran dicho que íbamos a vivir lo que nos está pasando estos días nos reiríamos en la cara de quien lo planteara. Hoy se completa el décimo día de aislamiento voluntario en casa y escuché algo así como que hay quinientos millones de personas recluidas en sus casas en todo el mundo.

En unos quince días cumplis un año. Un helicóptero patrulla el cielo exhortando a no aglomerarse. En la tele hay comunicados todo el tiempo. El presidente se acaricia el jopo con cara de ¡quelevamoahacer! Por la calle la gente cruza a la vereda de enfrente cuando ve venir a alguien. La policía anda por ahí, no se sabe bien para qué. La cuarentena no es obligatoria en uruguay pero hay un llamado a quedarse en casa para disminuir el ritmo del contagio. Y desde las casas y desde los trabajos pensamos también en quienes no se quedan; porque no pueden o porque no creen. Elegir entre morir de virus o morir de hambre es un dilema para muches en este momento. Elegir como morir es lo que quiere el hombre. Y si se puede vivir en los propios términos.

Hoy el pibe que vende en los semáforos te vino a jugar de muy cerca y yo piré de lo que sentí y aunque no dije nada él me vio la cara se ve porque me dijo: no te preocupes tengo más puteada arriba que Larrañaga. Tanta película de zombie que una se reconoce cuando le toca actriz de reparto (atrás suena cortina musical apocalíptica).

La ciudad está vacía y todas las hamacas disponibles pero no da para ir aún con la placita recién estrenada. El informativo 24/7 de la vecina se escucha más alto que nunca. En las ventanas y balcones aparecen y desaparecen cabecitas. Estamos todes ahí intentando que el miedo (a la enfermedad, a la pobreza, a les otres) no se coma todo como ese globo rojo que aparece en uno de tus libros. La vida y la muerte son los temas omnipresentes pero son tan fuertes de nombrar que en vez de eso decimos “coronavirus”, “pandemia” y otras palabras.

Entre escenas de cosas increíbles que podríamos cualquier día de estos llegar a ver está una en la que unes manifiestan por el alza del costo de vida, por la crisis, por salvar las vidas de les más vulnerables; y otres les reprimen en nombre de la vida, disolviendo multitudes para evitar el contagio. Pienso en eso y me estalla la cabeza. Me estalla la vida y también la muerte en la cara. Tengo miedo del hombre casi tanto como el virus. De los milicos en la calle, porque el virus pasa pero la policía se queda. Se queda afuera y si la dejamos se queda también adentro.

Hace un par de días fui hasta el río a dejar que el viento me pegara en la jeta. Necesitaba airearme, ver naturaleza, ver horizonte ese tan abusado por las metáforas aunque él ni se entera. Llegué a la Ramírez y puse los pies bien cerquita de la orilla, cerré los ojos y le pedí al viento que me dijera algo, algo para salir del desconcierto, algo sugerente apenas de por dónde ir, pa´ donde agarrar. Cuando abrí los ojos tenía a menos de dos metros de mí a un lobo de mar muerto. Un lobo de mar! En la playa ramírez! Muerto! Ahí fue que entendí que vamos a tener que lidiar con la muerte. No hay otra, ya no podemos seguir evadiendo. Y también que por algún motivo no estamos preparades, nada nos prepara para eso pero tampoco hemos ni intentado.

Dentro de unos días cumplis un año. Y recorro y recurro a estas mismas fechas del año pasado y todo era expectativa, borde de la silla y a la vez calma/centro/gravedad. Porque no hay otro estado para atravesar una revuelta cósmica que ese. Intento en estos días activar ese estado pero es difícil. Es como vos queriendo dar tus primeros pasitos; así me siento, toda fuera del eje pero intentando.

Me encontré a mi misma varias veces triste porque quizás el mundo que vas a experimentar no será el mismo que existió hasta ahora. Estaba preparada para explicarte una dictadura pero esto no me lo ví venir. Y por momentos me encuentro con el cuerpo demasiado quieto, como si una estaca gigante y opaca se hubiera clavado en mi, como si me hubiera comido una bola de silencio. Por suerte estás vos para invitarme a jugar, y sonriéndole a tu sonrisa la alegría se me mete para adentro y zafo. Zafamos. Por suerte puedo concentrarme en acompañarte y hacer de las horas las mejores horas posibles, usando todo lo que hay, no dejando nada para después. Ni un bailecito, ni una canción, ni la mejor parte del ananá.

Inventamos juegos que quizás nunca más juguemos. El mundo de los adultos es un mundo de apego a las cosas y de hábitos rígidos y esos vicios vos aún no los tenes y yo aprendo. Aprendo más de lo que enseño. La curiosidad extrema te compromete con el presente en el que los objetos más cotidianos son los descubrimientos más inéditos. Una y otra vez. Los ojos que están abiertos a lo nuevo son más propensos a verlo cuando llegue. Y se vienen cosas nuevas. Cosas nuevas en formas viejas y cosas viejas en formas nuevas. Y es tan hermoso que estés existiendo acá. Y luego pienso, ¿tan jodido sería si el mundo tal cual es terminara y empezara algo mejor? Y me alivia. Porque es cierto que pasé buenos momentos en él pero sinceramente es un mundo de mierda. ¿Porqué esa nostalgia de un futuro que no conozco entonces? ¿Porqué la nostalgia anticipatoria de esto fulero que parecería que se desestabiliza más y más? ¿Porqué el miedo al cambio y a tener que aprender otras formas? ¿Porqué? Si cuando te miro veo como en pocos meses un ser pasa de un bichito a una casi niña capaz de demostrar amor, pararte sola, comer con cuchara, decir alguna palabra y trepar como te estás trepando ahora mismo sobre la silla al mueble a punto de derrumbarlo todo. Podemos re aprenderlo todo. Si queremos, claro.

Un amigo me mandó por correo un libro que escribió y llegó un par de días antes de que empezara la cuarentena. Se llama “Eduqué a mi hija para un apocalipsis zombie”.

Quiero olvidarme un poco del virus y de la crisis o me voy a volver loca. Pensar en otra cosa. Me prometí jugar cada día con vos como si fuera el último (qué dramática, me encanta serlo). La finitud tiene eso de que te aterriza en el presente más que nada. Podemos jugar a de todo sin hora para terminar porque hay que hacer esto o aquello, tareas y tareas de la cotidianeidad, tan urgentes y tan poco importantes al final de cuentas. Cuido nuestros cuerpos mientras pienso en las heridas del cuerpo social. Miro tus rasgos y veo a tu papá y a mi sin ser ya nosotres. Pienso que con todo esto puede aflorar lo peor o lo mejor de la gente y de cada une, y probablemente ambas cosas. Me ayuda tener cerca a otras mujeres, a amigues; nos contamos qué sentimos, nos miramos por las pantallitas, nuestres hijes se ríen de vernos hablarle y hablarle a las máquinas. Lloramos sin vernos pero nos sentimos. Esas redes sociales de las que tanto nos quejamos, ahora nos mantienen juntas: no hay un solo rincón libre de paradoja.

Y si, jode no salir y más con este solcito. Pero quizá no tanto por lo que implica sino porque se siente como una situación obligada. Enoja sentir que no tenemos el control. Pero qué bobada pensar que el resto del tiempo sí lo tenemos. Abrazo la contingencia y la decisión que estamos tomando. El encierro será voluntario o no será! Ese es nuestro plan. Y otres ven qué hacen. Sé que es hippie pero juzgar sin dudar ni por un segundo de si tenemos razón (o todas las razones) es una verdadera caca. No es momento de peleas ni de replantear nuestros vínculos y al mismo tiempo todo está en re construcción de una forma muy salada. Me gustaría preguntarte qué pensas vos? Cómo lo ves? De qué te dan ganas?

Cuando hace unos días soplé las velitas de mi cumple pedí que no se termine el contacto humano. Que puedas tocar a otres sin miedo. Que puedan tocarte. Y el contacto es mi deseo. Para vos y para todes. El cuerpo es ese inadjuntable. Te doy un abrazo y otro y otro y cosquillas y ruidos no lingüísticos alternados de sopapas en la panza y de cantos sin sentido y de todas estas cosas que te cuento. Porque sé que las entendés. Y sé que vas a poder hacer más cosas que yo con ellas.

Te amo siempre y aún sin saber cómo.

Lucía, tu mamá.



Publicado en Desmadre Colectiva de Maternidades Feministas
https://desmadrecolectiva.blogspot.com/

sábado, 21 de marzo de 2020

Ese rebelde. Coronavirus 2020

Ese rebelde
Cambiar la vida y no sólo salvarla.


Foto: Photojournal.ru, Michal Macku
Y sucedió. El mismo cuerpo con el que hace días llenábamos las calles, con el que hacíamos huelga feminista, ese que bailaba en una fiesta, el que producía discursos, orgasmos y vida está hoy bajo sospecha. Así como lo transmite todo –cultura, defensas, afectos–, su capacidad de portar y contagiar un virus lo plantea como un enemigo. Aislamiento social obligatorio, desacople, zona roja, cuarentena, cancelado, prohibido, cerrado, georreferenciado, estado de excepción, medidas prontas de seguridad, cadena nacional, cuestión de Estado. El Ejército vigilando el virus, la Policía patrullando encuentros, cuarentena preventiva, control biopolítico: el virus es una organización terrorista, y cada ser, una célula sospechosa. Somos muchos quienes nos pasamos hablando del cuerpo; de su centralidad y también de su olvido; de la necesidad de liberarlo y escucharlo o de disciplinarlo y controlarlo, según la ideología. Ahora, cuando toda la situación se organiza en torno a él, no tenemos ni puta idea de qué hacer con él.
Producimos síntomas psicológicamente. Sensación dudosa de garganta congestionada, voz carrasposa, la tos seca que describen en la tele. En la feria nuestras manos temblorosas hurgan entre la fruta como haciendo algo prohibido. Horas sobreinformándonos en las redes sociales; husmear las noticias de otros países; sospechar de todes y de todo; miedo a que por ansiedad comamos comida que la paranoia dice que no tendremos; la inevitabilidad de que toda conversación termine en “coronavirus”; miedo a no hacer el surtido, dejarle todo a los chetos y después arrepentirse; rechazo a la xenofobia que anda con pase libre; pesadillas en las que te encierran en cuarentena mientras gritás ¡no lo tengoo!; no poder producir un solo pensamiento útil; valorar lo que podíamos hacer mientras decidíamos quedarnos en casa mirando series y ahora ya no podemos; la angustia de no saber.
Escribo con dudas. Temblando. En desconcierto. Mirando la crisis mundial desde casa. Sorprende lo que un microorganismo nos puede hacer ver. China está tan cerca. El cuerpo es cuerpo social; no hay uno sin otros. El virus nos muestra vulnerabilidades y fortalezas. La cajera del súper reembarazada, los viejitos en riesgo y que son el sostén fundamental de los cuidados; trabajadores de mercados sin derechos, para los que parar es no cobrar. No somos iguales ante el virus, y mucho menos ante la crisis que ya desató. La precariedad de la vida y de la economía sumada al ajuste son una enfermedad –también conocida como neoliberalismo– que, de no desplegarse mecanismos de contención social, va a llevarse más vidas que el propio bicho. Pero el virus también nos muestra que las opresiones contra las que luchamos están atadas por hilos fragilísimos. Que los cuerpos de los poderosos también son impotentes al infectarse de miedo. Y que los cuerpos de los más vulnerables pueden volverse potentes juntos y en acción.
AISLARNOS EN COMUNIDAD. El sistema se cae a pedazos de desigualdad, y mientras el biopoder se cierne sobre nuestras conductas, somos la carne detrás de los números: cuando estos caen, paramos de pecho la recesión y la crisis. Los cuerpos precarizados que sostienen la vida son también los que hacen las revoluciones, porque no aguantan más, ya no soportan, se enferman, tienen hambre, tienen cada vez menos que perder. El virus nos recuerda que somos interdependientes y que ni el “hacé la tuya” liberal existe, ni tampoco es la cruel competencia nuestro “estado natural”. Como expresa Roberto Espósito, si caemos en el error de pensar que los otros nos destruyen, destruiremos, entonces, la relación con ellos. Por eso, la inmunidad es el reverso de la comunidad: en la comunidad estamos juntos ante la muerte.
Reciclar el higienismo en el siglo XXI es otro gran triunfo del capitalismo. En la era del wifi y la hiperconectividad, el miedo a los gérmenes produce formas de vida obsesivas y aisladas por parte de individuos comprometidos, total y únicamente, con su supervivencia. Vidas de mierda pero largas. Vidas en las que no hay drama en hacer bosta el ambiente, pero todo mal si el ambiente retruca y agrede. Claro que la preservación de algunas vidas a toda costa no nos encuentra unidos: el hombre es el virus del hombre. Las clases sociales se distribuyen inequitativamente los roles. Hay cuerpos de clases y clases de cuerpos. La señora que limpia llamó, dijo que hoy va a trabajar desde casa y que nos mandará instrucciones de qué hacer. El humor descomprime, pero no da ni para burlarse ni para ceder al pánico. Viajan cuerpos diplomáticos. No es del todo una conspiración; tampoco deja de serlo. Y qué importa que sea un invento si ya duelen sus efectos.
¿Aislarme con otros, por otros, por mí? ¿Y quién no puede? ¿Aislarse hasta cuándo? ¿Será la supervivencia de los más aptos? Estamos habituados a dudar de la información de los grandes medios y del Estado (más aún con un gobierno de derecha y mucho más cuando el ministro de Salud integra un partido militar). Por eso las medidas anunciadas nos dejan sumidos en la anomia. Por un lado, está el instinto de desoír y la intuición de que los llamados a aislarse sirven para detener la movilización social, para ajustar sin frenos, para vaciar los espacios de resistencia, para ensanchar injusticias, para dispersar revueltas. Al mismo tiempo, no hemos visto contagios tan veloces, extensos, mismo oliendo hace tiempo que algo así se venía. Desactivar el tremendismo nos defiende de un mundo amarillista que nos quiere asustades, pero quizá negar la catástrofe cuando la tenemos adelante puede agravarla más. La primera fase de un duelo es la negación, dice una amiga por teléfono. Yo sólo pienso en formas de poder respirar y en que estamos enterrando cosas que nunca volverán a ser como antes. Y en gente que nunca volverá.
TRANSFORMAR PARA SALVAR. El tacto es peligroso. Besar está proscrito. Abrazarse, limitado. La soledad pega. ¿Cómo no la sentimos antes de que fuera obligatoria? La excepcionalidad tiene esa cualidad de hacer ver la normalidad como algo demasiado raro. Lo real siempre se nos escapa, y es más tranquilizador vivir en una ficción estable que tocar, ver, palpar la extrema contingencia. Esto no es sólo “un problema de salud” –como si el cuerpo y la vida fueran una entidad separada de nuestra existencia–: esta crisis nos hace ver que nuestro deseo ha estado en el aislamiento y la seguridad. Esto nos hace ver que la crisis no es una abstracción, sino una serie de decisiones. Nos hace ver la caída libre que produce la destrucción de espacios de comunidad. Por eso, la urgencia es cambiar competencia por cooperación; control individual por vulnerabilidad colectiva; protección y obediencia por autogestión y solidaridad. Los cuerpos sostienen el sistema y son los que lo pueden hacer caer.
Si se va todo a la mierda, la obediencia cotidiana está suspendida y podemos pensar en lo que se necesita. Por eso sorprende que repitamos los guiones de las películas de catástrofes. Nos cuesta mucho la incertidumbre. ¿Será por eso que preferimos el capitalismo a cambios que podrían traer algo mejor? Quiero un surtido de vos, un carrito lleno de lo que podemos juntes. Es tiempo para inventar tácticas colectivas. Si el lenguaje es un virus, que el virus no sea el lenguaje que hable por nosotres. El virus habla y dice: El capitalismo mata, dejen de culparme sólo a mí. La desestabilización del sistema nos pone en riesgo porque somos parte. El desafío es cómo convertimos esta crisis en el inicio de un proceso revolucionario.
¿Cuándo vamos a dejar de ser ese humanito frustrado por no lograr domar el cuerpo? ¿Hasta cuándo y por quién será manipulado? ¿Cuándo admitiremos que es la pieza clave que sostiene? ¿Cuándo dejaremos de pensar que podemos vivir incontaminados de nuestro entorno o, incluso, sin percibir que somos con el ambiente? Ante tantas preguntas la única medicina razonable es no olvidar que aunque el informativo, las autoridades y nuestros miedos digan lo contrario, lo que nos potencia siempre es estar con otres, nunca al revés. Y como nadie sabe lo que puede un cuerpo, todo es posible, incluso inventar otras formas de juntarnos. Incluso cambiar tapabocas por pasamontañas. Mientras tanto, nadie nos puede prohibir bailar en el living.


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Publicado en Brecha el 20 de marzo de 2020 y disponible aquí 
Versión en inglés publicada en Transversal 
Versión en alemán publicada en Freitag.de