martes, 28 de abril de 2020

A la curiosidad

De todo el rollo de ser madre de las cosas más jodidas y bien propias del peor adultocentrismo es que te impaciente la curiosidad de otra persona.

Porque si al final en vez de dormir la siesta preferis investigar cómo tocarte la cara con el dedo gordo del pie, o jugar con el hilito que sale de la frazada, o con la textura peluda de la media, o indagar en la mecánica del cierre de mi campera, o darle a ese ruido nuevo descubierto recientemente con la complicidad de paladar y lengua, o saludar a cada una de las plantas y sus hojas, o vestirte y desvestirte innumerables veces, o repasar una a una todas las canciones y juegos, o pedir que ponga babel y una de sus miles de versiones de los beatles en quena, o mover los dedos en el aire siguendolos con todo el cuerpo, o hacer salta salta hasta que el piso se mueva, o gritarle desde la ventana a todos los perros, o hacer sonar a la vaca ya desgastada de tanto traketeo, o buscar qué se esconde adentro de la pelusa de aquel rincón atrás del mueble, quién soy yo, decime quién carajo soy yo para oponerme a eso.

viernes, 17 de abril de 2020

Movimiento social: coreografías de la pandemia

Movimiento social
Coreografías de la pandemia.


Distribución solidaria de sopa en la Plaza de los Treinta y Tres / Foto: Mauricio Zina
El problema del movimiento es central para la situación que vivimos. Quizá hay que pensar menos en lo que parece detenerse y más en lo que se sigue moviendo y nos coreografía.
Estamos en una situación de bloqueo, de parálisis. Al menos de nuestras coreografías habituales. Sin embargo, y por debajo de la detención, cosas y relaciones se siguen moviendo, como un cuerpo que en apariencia está quieto, pero sigue con el corazón latiendo, la sangre corriendo, los pulmones llenando y vaciando.
El movimiento es una pieza fundante de la identidad globalizada, y por eso el famoso “sujeto transnacional” no sabe qué hacer o de qué vivir si se le prohíbe moverse. Su subjetividad ha sido formateada en torno a la imposibilidad de detenerse. Si en la posmodernidad global la gran conquista ha sido el aumento de la capacidad de movilidad, ¿podría ser este el virus de la parálisis? ¿Qué movimientos no pueden y no deben ser detenidos?
El movimiento siempre ha estado en la base de las luchas sociales. Son su medio, pero también su fin. Los movimientos (sociales) vienen luchando por adueñarse de su propio movimiento, el de los sujetos colectivos y también el de los individuos que los integran.
Las luchas son por movernos cuando queremos y parar cuando así decidimos, pero ¿qué pasa cuando la situación no es elegida? ¿Priorizamos la autonomía del movimiento, la del sujeto moviente, la de los efectos de los movimientos? ¿La autonomía del movimiento presupone la del sujeto que se mueve o necesita de su sumisión? ¿El libre mercado es una forma de libertad del movimiento?
La cuestión de qué y quién controla nuestro movimiento obsesiona no sólo a la política, sino también a la danza. Y diferentes danzas tendrán diferentes respuestas. Algunas están organizadas por un ideal del movimiento; para otras existe un especialista capaz de hacernos mover mejor; otras entienden que debemos responder únicamente a lo que emerge de nuestro movimiento interno; otras reivindican el no moverse. Hay danzas que proponen renunciar a predefinir todo movimiento y aceptar que siempre estamos improvisando. Hay debates sobre si improvisación es igual a espontaneidad. Se sabe que no es lo mismo lo que componemos solas que lo que creamos colectivamente. Al intentar la repetición, lo que sucede es un enigma. Estos problemas coreográficos son, en sí mismos, problemas políticos del presente.
Decía Pina Bausch: no me interesa cómo se mueve la gente, sino qué los mueve. Porque elegir movernos o detenernos tiene que ver con la autonomía, los deseos y las necesidades del sujeto (y no sólo del movimiento). Pero el sujeto deviene tal en movimiento. Entonces, observar atentamente lo que nos mueve –o nos paraliza– hoy nos puede acercar a entender cómo está pegando esto en nuestras subjetividades.
EL CUERPO COMO EXTENSIÓN DE LOS MEDIOS. Pero ahí donde decíamos parálisis, ahí donde íbamos (ah, ¡por fin!) a enfrentarnos con la detención del incesante, agotador, inclemente movimiento que coreografía el neoliberalismo para nuestros cuerpos, nos encontramos con otra cosa. Zoom, Whatsapp, Jitsi Meet, Tik Tok, Hangouts, de Google, Instagram, Skype, Telegram, Messenger, Facebook, Twitter, Youtube: nos dicen cómo seguir produciendo. El mundo está en tu teléfono y, sorpresivamente (o no tanto), estábamos preparados. En menos tiempo de lo que le llevó a mi primer surtido agotarse ya estaba manejando todas estas aplicaciones e interactuando afectiva y laboralmente a través de ellas. Hasta parecería que alguien lo estaba esperando.
Mi nuevo cyborg es precario e inestable. Un día no tengo voz, otro día pierdo la escucha, aparezco y desaparezco haciendo de mi presencia un acto fantasmagórico. Si estaba moderando la reunión, es posible que mi conexión caiga y regrese media hora después, que se entrecorte y mi discurso se vuelva absurdo, lelo. Es posible que tenga que escuchar por el celular, hablar por la computadora y tomar notas en la tablet. Pero el movimiento sigue mientras los problemas técnicos me hacen imposible atender a lo que está sucediendo en mi cuerpo. Además, cuando termino la reunión en Zoom, tengo decenas de sitios web que, preocupados de que no me aburra, me ofrecen entretenimiento ilimitado en línea: ópera, teatro, museos virtuales y películas de reciente estreno.
La movilidad sigue estando. La aceleración también. El cambio está en la calidad de los vínculos, en las conversaciones que no estamos teniendo mientras movemos cables y bajamos apps. La conectividad agrava la sensación de aislamiento, como cuando al fin salimos, vemos el vacío en la ciudad y decimos: mi casa es menos inhóspita que esto, me vuelvo para adentro.
EL PROBLEMA DEL COREÓGRAFO. Y de repente somos youtubers, manejamos el humor de las nuevas tecnologías, nos enganchamos al modo cómico-irónico del Tik Tok, al formato síntesis de Twitter, a la lógica visual de Instagram. Ajustamos la performatividad al hiperestímulo de la web, nos adueñamos de sus discursos y somos, más que nunca, actores. Hacemos para que otros vean, publicamos para existir. Existimos cuando otros constatan nuestra presencia en sus dispositivos. La expansión tecnológica está de fiesta. No es casual el nombre de Youtube. Me? Las aplicaciones entienden lo que queremos o, mejor dicho, al contrario: nuestra subjetividad entiende y se adecua a lo que ellas necesitan.
Como en todo formateo de las relaciones sociales, siempre hay algo que nos estructura y algo que, con nuestros hábitos, estructuramos. Podríamos llamarlo “el problema del coreógrafo”: ¿me muevo en una danza que yo misma he creado?, ¿cuánta libertad hay en bailar lo que otro coreografía?, ¿toda coreografía captura mi libertad de moverme?, ¿es posible moverse sin coreografía?, ¿es posible gobernar todos y cada uno de mis movimientos?, ¿es el movimiento un problema individual o colectivo?
LA PEOR POSICIÓN ES LA FIJA. Si este es un problema coreográfico, ¿qué tienen para decir del cuerpo los capos de la danza? La ontología lenta de la performance; teorías sobre la potencia de la inmovilidad; los medios como extensiones, la virtualidad y lo espectral; la performatividad de las identidades; cuerpos y contagio: repaso títulos y autores y por momentos siento que ya lo pensaron todo, que se trata, finalmente, de poner en juego sus ideas. Otras veces pienso que todo eso ya no sirve, que la situación cambió radicalmente y hay que pensar todo de nuevo.
Desde el campo escénico veníamos diciendo: reivindicamos el derecho de parar, de ir más lento. Frente al biopoder decíamos: no nos pueden detener, somos libres de movernos donde y cuando queremos. Desde el autocuidado decíamos: el sistema nos impulsa hacia la explotación y la violencia, debemos autoprotegernos. Desde el análisis del poder veíamos: las instituciones que dicen cuidarnos nos vigilan, castigan y reprimen. Desde el liberalismo decíamos: tengo derecho a hacer lo que quiera sin condiciones. Desde el posmodernismo decíamos: comunidad, pero con diferencia. Desde el anarquismo decíamos: desconfiá del Estado, no lo necesitamos. Desde el feminismo decíamos: mi cuerpo, mi territorio.
Pero ahora el virus (y sus efectos) se comporta en contra de muchas de las premisas que estábamos manejando. A otras las pone, por lo menos, en conflicto. Y del resto me pregunto si estoy pronta para llevarlas adelante, ahora que ya no son metáforas atractivas intelectualmente, sino urgencias que bailan al ritmo de la vida o la muerte.
CONFIAR EN LO QUE RESPIRA. Entonces, ¿quién controla nuestro movimiento? Lo que nos coreografía hoy en términos situacionales y subjetivos responde a una lógica radicalmente diferente de la que veníamos pensando. Veníamos deseando una coreografía que rajara el suelo. Ahí la tenemos. No somos sus autores exclusivos, pero sí sus intérpretes. Y sabemos que, en ese rol, hay mucho espacio de creación. En este contexto repensarlo todo y crear las coreografías que nos potencien sigue estando en nuestras manos, pies y orejas. Quizá no se trata de parar –porque, en definitiva, nada ha parado–, sino de seguir de otras maneras. Quizá se trata de superar la frustración de no estar completamente al mando de nuestras coreografías y, aun así, sin caer en la resignación, seguir bailando.
Que sacar “algo bueno” de la situación no nos haga olvidar que hay coreografías de la detención que están cambiando vidas. Que cuestionar el poder no nos haga perder de vista las coreografías que sí estamos eligiendo para preguntarnos si no podríamos estar bailando otra cosa. Por ejemplo, si no podemos parar de trabajar, quizá podemos redireccionar aquello que producimos para que llegue a quienes más necesitan ser cuidados, que jamás pagarán porque no tienen con qué. La reivindicación de parar no tiene por qué significar ocuparnos únicamente de nuestras necesidades e intereses personales, e incluso podemos hacerlo por fuera de quien paga nuestro salario; salir y hacer por y con otres, de tapaboca y guantes o como se pueda.
Podemos (y esto también es luchar contra la enfermedad) resistir la apropiación y detención de nuestra fuerza vital por parte de empleadores y gobiernos. Podemos activar las técnicas del hackeo para infiltrar los canales que ya existen. Podemos palpar, escuchar y lamer esos movimientos que sí están sucediendo, y los que se vienen. Podemos empezar a entrenar, confiando en todo lo que respira.

miércoles, 1 de abril de 2020

Saber parar. Sobre el rol del cognitariado durante la cuarentena.




Adaptate y muere

En el correr de la cuarentena diferentes trabajos intentan adaptarse para ser hechos desde casa: desde ventas a enseñanza. Para muchas adaptarse no es una elección sino una imposición y se supone que a quienes se les da esa posibilidad deberían celebrar que no son echadas o mandadas a seguro de paro. Adaptarse al aislamiento y al miedo a les otres para poder seguir teniendo qué comer y que la vida siga. ¿Pero a qué precio? Mientras nos hacemos esa pregunta baja el costo de sostener locales para el trabajo y el que conlleva la existencia de vida social, desde transporte a manutención de espacios públicos.

Traducir la vida social al plano virtual no se trata solamente de switchear nuestro estado a online. Adaptarse lleva tiempo y mucho trabajo; especialmente para aquellos para quienes esta pandemia es particularmente peligrosa: los mayores de 60. Parecería que el neoliberalismo y el coronavirus se organizaron bien para dejar fuera de juego a los más viejos. ¿Cómo responder a eso quienes sí podríamos adaptarnos?

La adaptación inmediata, sin perder el tiempo, casi sin pensar en lo que está pasando porque urge encontrar estrategias para que todo siga “lo más normal posible”, es hija de la más pura ideología capitalista: el tiempo es oro y no se puede parar. Y ciertamente el capitalismo se cae si dejamos de producir, tal como lo muestra la crisis que ya está acá a unos 20 días de iniciar la cuarentena. La imposibilidad de parar y como contracara el uso del paro como estrategia de resistencia es clave en la historia de las luchas, obreras, estudiantiles y más recientemente feministas. Hay en la suspensión de las actividades una acción potente de visibilización y movilización. El paro puede ser la creación de espacios para hacer otras cosas. El paro puede ser una medida en contra de la desaparición de nuestras subjetividades debajo del permanente flujo de mercancías, bienes, transacciones, producción, que el neoliberalismo acelera cada vez más. Puede ser la acción que desobedezca el imperativo de circular, de no ocupar, de no estorbar. Pero el paro no elegido tiene otras implicaciones que nos suenan demasiado a medidas prontas de seguridad. Y este paro del presente es impuesto en nombre de nuestra vida mientras se nos pide que sigamos produciendo.

¿Cómo afecta esta reclusión sin paro a les trabajadores inmateriales, intelectuales, de la educación, al cognitariado? ¿Qué pasa con el “teletrabajo”? ¿Cuánto adaptarse? ¿Cuánto resistir? ¿Cuáles son las consecuencias a mediano y largo plazo? Pienso en todo esto mientras intento decidir si como docente procedo a pasar todos los cursos a virtual; nos invito a interrumpirnos; o invento algo que no tengo la menor idea de qué es. Sin quedarme sin laburo.

Entre el cuerpo en vivo del educador y el cuerpo vivo del estudiante

Les trabajadores no son los únicos reprogramando actividades. Desde niñes de 7 años a universitarixs, un tráfico intenso de tareas y cursos online intentan mantener ocupadxs a les estudiantes, y no perder el tiempo ni la planificación. La interrupción de las clases llega cuando recién habían comenzado y tirar a la basura las horas de armado de contenidos y horarios no es fácil.

La enseñanza es uno de los ámbitos donde “adaptarse” a la situación requiere traducciones muchas veces imposibles y siempre llenas de dudas ¿Con qué cara voy a hablarles de la historia del ballet? ¿Cómo debatir o sensopercibirnos por zoom?. Son tiempos en que temas centrales se vuelven secundarios y en primera línea aparecen nuevas preguntas y problemas relacionadas a casi todos los campos de conocimiento. Pasar por una pandemia y/o cuarentena concierne a la medicina pasando por la sociología, la arquitectura y la ingeniería química. O sea, ¿nos ponemos a pensar?. Y entonces, quizás, la medida pedagógica más sensata sea producir y transmitir conocimiento sobre la situación. Pero ¿qué pasa si lo que sabemos es poco o nada? Y entonces, quizás, no quede otra que armar programas desde el no saber, en los que el objetivo sea investigar juntes. Para esto no basta pensar sobre la situación: necesitamos pensar en y con la situación.

Sin este cambio de perspectiva los sistemas de enseñanza se pierden de relacionar los saberes con un presente que los necesita (creo yo que es la lección más urgente). Sin aceptar este no saber que nos trae el presente, los conocimientos pierden su pertinencia y se quedan girando sobre sí mismos; sin que podamos responder con mucha certeza sobre la importancia de su producción y transferencia.

Pero aún si creyéramos que la educación no puede ni debe parar; y que los planes deben ser ejecutados, sería difícil negar que lo presencial y lo colectivo juegan un rol en los procesos cognitivos. Sería demencial negar que en nuestras formas de conocer y de conocernos lxs otres importan. Sería irreal afirmar que lo afectivo no interviene en nuestros procesos cognitivos. Es por esto que superar el trauma anti huelguista que nos fue inculcando la derecha y el abordaje productivista y goal-oriented de la educación, según el cual perder clase es lo peor que nos puede pasar en la vida, es urgente. Por último, el miedo a “atrasarnos” se disipa si desarmamos la concepción de un tiempo lineal, controlado y progresivo. Si esta coyuntura no nos hace soltar esa fantasía, entonces nada lo hará. Porque además, si nos atrasaramos en avanzar en la dirección en la que todo iba, ¿no sería al final de cuentas una gran noticia?

Soy sola 

Un profesor da una clase por youtube en camisa mientras atrás su hijo pasa arrastrando un pedazo de mueble recién destruido y pinta la pared con un durazno. La clase es interrumpida por un ruido de licuadora. Hace meses no vemos espaldas, pies, nucas. Hace meses no tenemos una discusión a los gritos. Hace meses no reís a carcajadas o te emborrachas con alguien. Hace meses no nos adentramos en un espacio que nos resulte extraño, inquietante, nuevo. El espacio público no virtual ha quedado desierto como una ciudad que alguna vez habitamos pero cayó en default, como una pantalla de un videojuego que quedó atrás.Nuestras casas son nuestro trabajo, y ya no es tan fácil recibir amigues. No es factible tampoco decirle a tus jefes que no estás para atender esa llamada o responder tal mensaje. Si tu trabajo se cuenta por horas, son incontables. Pero si se cuenta por tarea no importan las horas que te lleve o lo que (te) esté pasando en el medio. No importa si no dormis o si trabajas a las 3am en algún desvelo propio del sueño cambiado. El presente podría ser descrito así en poco tiempo.

Encerrades en casa lo doméstico y lo laboral se difuminan; lo familiar y lo profesional dejan de ser esferas separadas. Lo personal deja de ser político para volverse económico. Y dejamos de trabajar desde nuestras casas para pasar a vivir en nuestros trabajos. Si siempre es domingo, no es domingo nunca. Y esto no es solo coronavirus, es la vida en el neoliberalismo.

Escribo esto a las 5am luego de la teta nocturna de la bebé. Cierto imaginario ya obsoleto decía que “estar en casa” era sinónimo de tener tiempo. Pero ¿cómo eran los momentos de estar en casa pre cuarentena? ¿Como son ahora? ¿Cómo serán? El tiempo no es solo una barra de segundos que se desplaza como en un video de youtube: es nuestra ancla existencial y la vida toda se desquicia cuando él se desordena.

Y en medio del desorden, cuando hace un par de semanas se cancelaba todo y la gente empezaba a irse al seguro de paro o directamente a quedarse sin laburo pensé: qué bien la hicieron (hicimos) les trabajadores inmateriales/intelectuales. Unos días después, observando los efectos que el teletrabajo, la sobreexposición a las redes y el encierro producen, mi pensamiento fue bien otro: qué mal la hicimos!

El corazón acelerado, la vista cansada, mensajes que llegan por cinco redes diferentes mientras la pc se tranca, la memoria se llena y se cae Internet. El símbolo de cargando gira por eternos segundos mientras ves pasar la mañana, la tarde, y se hace la hora de la siguiente reunión. De repente te das cuenta de que se te parte la cabeza, tenes el cuello como una roca, hace una hora que estas gritando a la pantalla y por algún motivo que no sabes explicar estás re quemada con todo y todes.

¿Qué tipo de sociedad emergería de ser el tele trabajo una realidad ya no temporal sino permanente? ¿Qué le pasa a largo plazo a un cuerpo que no convive con otres? ¿Y si luego de sufrirlo esto llegara a gustarnos? ¿Si nos acostumbráramos a las pantuflas perpetuas, a la cercanía de la cama, a chatear sin que sea de canuto, a masturbarnos en el break?

Los condenados de la pantalla

Pero tampoco demonicemos la virtualidad.
El mundo se ha vuelto un lugar horrible; la presencialidad es una experiencia intensa; te compromete y vulnerabiliza. La soledad tiene márgenes de acontecimientos posibles muchísimo menores que cuando estamos con otres y por eso “cansa menos”. Desde casa controlamos qué parte de nosotres se ve y cual no, podemos dar cualquier excusa para ausentarnos o desaparecer, el afuera está lejos y les otres también pero aún así accesibles. Al final ¿no es mejor así? Pensamos mucho en cómo son esta nueva distancia y el aislamiento obligado pero quizá este momento es también para pensar qué nos pasa cuando estamos en contacto. Al final de todo esto ¿quienes dirían que sí, si se les ofreciera quedarse en casa definitivamente? Con el tiempo y si no es vivido como imposición, una puede acostumbrarse.

Un efecto de la virtualidad y las posibles consecuencias de adaptarnos a ella es cierta homogeneización de nuestro entorno. Internet siempre está ahí, igual de brillante, con las mismas interfaces y colores, con el mismo formato para todos los perfiles, con la misma velocidad a cualquier hora del día. Un hola es igual escrito por un desconocido que por tu mejor amiga. Un necesito ayuda suena igual escrito por alguien desesperadx que por alguien que la lleva más o menos bien.

Y es que aunque parecería que la individuación radical es hacia lo que empuja esta vida en las redes, es posible que lo que se produzca finalmente sea otro efecto: la despersonalización. La misma a la que nos viene habituando el mercado laboral pero ahora extendida a nuestras relaciones. Todes online. Todes posteando. Todos viralizando el mismo meme. Participando del mismo challenge coreográfico. Como dice un amigo “voy por ahí dando like a todo lo que es cosa”. Individualización y soledad; y despersonalización y anonimato, son por lo tanto dos variables que se van retroalimentando. Si hablamos de alianzas impredecibles… ahí hay una.

Otro efecto es el aplanamiento del mundo que nos propone con nuestro entorno un vínculo de tipo touchscreen. Tocamos algo que no nos toca. Movemos ítems que no nos mueven. Interactuamos con un mundo que no nos mancha. Ni nos infecta. Donde el off o el restart están a la orden del día pero luego del reinicio todo seguirá ahí. Lo más grave y lo más banal tienen el mismo espacio en tu feed de noticias. Una notificación puede informarte de que alguien pensó en vos o que estás despedida.

En su visita a Montevideo hace un par de años, recuerdo que Bifo dijo que los trabajadores de la red, o el cognitariado, serían los capaces de desencadenar una revolución. Que la alianza entre capitalismo y cognitariado podría estar en crisis, amenazando la inteligencia necesaria para que a largo plazo el sistema sea funcional. En el momento me pareció raro. Hoy, cuando un tercio de la población mundial está encerrada en sus casas o expuesta a la enfermedad sin elección de cuidarse, es claro que tenemos que preguntarnos qué rol vamos a jugar en la continuidad o interrupción de este pacto. ¿Cuáles teletrabajos son esenciales (porque sí los hay) y cuáles podrían esperar o tomarse tiempo para otras cosas, dejar vacíos donde crezcan otras? Podríamos reconvertir nuestro trabajo sin que peligren nuestros cuerpos, pero quizás somos cada vez más esclavos de lo que nos salva,

Todos los cambios han sido guardados

Para pensar en cuánto adaptarnos y cuánto resistir y cómo, no sólo hay que pensar en qué se produce durante el aislamiento/pandemia, sino en qué se estaba produciendo ahí en nuestras presencias, en aquello que añoramos llamándolo “normalidad”. Lo que vivimos y lo que vendrá es algo más que una dicotomía online / offline, presente / ausente. Atravesamos una situación en la que relaciones sociales y modos de producción cambian y nos cambian. En la que en el silencio embarullado de este aislamiento social, quizás se dejen escuchar otras preguntas. ¿De qué estamos ausentes exactamente? ¿Qué límites tiene la flexibilización laboral? ¿Qué pasa si la tristeza baja la productividad o la capacidad cognitiva? ¿Puede extenderse el ancho de banda de la eficiencia de nuestras interacciones sustrayendo el encuentro? ¿Están dadas las condiciones para una vida en comunidad en el aislamiento? ¿Qué comunidad es esa? Mi sensación es que sin cuerpos y afectos o la promesa de su próximo reencuentro, no hay community manager que resista.

Cuando entramos en pánico sobre este distanciamiento social recurrimos a pensar ¿Cuánto tiempo es sostenible? No puede ser sostenible por mucho tiempo. Quizás tenemos que dejar de darnos tranquilidad con ese pensamiento y pensar que es más sostenible de lo que creemos. Y también que, incluso cuando acabe, todo habrá mutado. Porque en este período excepcional nuestras relaciones ya se están modificando, lo que es admisible o no ya se está transformando, el pensamiento sobre qué es aprender o enseñar ya se está transformando, nuestra experiencia del tiempo también. Lo que conocemos estructura nuestros hábitos

Lo que vivimos nos transforma. Luego de pasado este tiempo habremos encontrado estrategias que quedarán ahí, habremos ganado y perdido habilidades que quedarán ahí y también olvidado cosas, adquirido hábitos.

Cuanto antes nos demos cuenta de que no va a volver el “como antes”, más aprovecharemos el durante. Si este presente no es elegido empecemos a pensar cómo tener un rol más activo en la construcción de lo que vendrá. Que ya está acá. Y nos enseña.



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Publicado en Lobo Suelto